Marcha de la Dignidad Nacional pregunta por los desaparecidos

 

La VII Marcha de la Dignidad Nacional apunta a un gobierno con capacidad para asesinar y llenar de crímenes al país: Vera


Los desaparecidos en México no son una mera disputa estadística: 35 mil 424 personas, solamente de enero de 2014 a marzo de este año, según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), o más de 200 mil, de acuerdo con el registro de medio centenar de colectivos de familiares de 18 estados del país. Estos datos tienen nombre y apellido; son decenas de miles de sillas y camas vacías, huecos en el corazón de sus madres, de sus padres, sus hermanos y amigos.

Son los estudiantes que ya no están, los 43 de Ayotzinapa o los disueltos de Guadalajara (“¡Somos todos, no son tres!”). Son miles de niñas, de trabajadores, campesinos, profesionistas, policías y militares, de periodistas y defensores de derechos humanos.

La VII Marcha de la Dignidad Nacional reúne otra vez a madres que buscan a sus hijos, pero, sobre todo, reclaman verdad y justicia, como cada 10 de mayo desde 2011.

“¿Y tú qué hubieras hecho?” El pequeño cartel que lleva Guadalupe Cepeda en su mano derecha es un reto a los transeúntes que la miran desde los camellones de Reforma.

En su mano izquierda porta la foto de su hijo, Raúl Ignacio Reyes Cepeda, desaparecido el 9 de abril de 2009 en Piedras Negras, Coahuila.

No hay respuesta posible para quien no lo ha padecido. El dolor es conjetura cuando la referencia son los demás. Eso lo sabe Raúl Vera, el obispo de Saltillo que les ha acompañado durante siete años sin comprenderles a cabalidad. Recién en enero pasado, este fraile dominico pudo sentirlo en carne propia.

“Viví apenas una semana la desaparición de un sacerdote. A los ocho días encontramos su cuerpo y encontramos a los criminales. Y cada día que pasaba, yo sentía un lastre aquí cada vez más pesado”, me cuenta mientras recarga el cuerpo con sus manos sobre mis hombros. “Entonces comprendí lo que esta gente padece”.

Esta debe ser una de las más breves entre los cientos de marchas que se realizan casi a diario en la capital: apenas 1.1 kilómetros sobre Reforma, desde el Monumento a la Madre hasta el Ángel de la Independencia. También es una de las más simbólicas y poderosas.

“¡Porque vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos!” Aquí cada consigna ha dejado de ser un grito, ahora es un llanto. “¿Por qué los buscamos? ¡Porque los amamos!”

La pregunta “¿dónde está?” se repite hasta convertirse en plural de desolación: ¿dónde están? Las miles de fotografías escaneadas en mantas, enmarcadas en escapularios o impresas sobre cartoncillos, muestran los rostros de los ausentes; pero todas le sostienen la mirada a la memoria. Sus ojos interpelan a la sociedad y desafían a un Estado omiso, pero también a un gobierno que “tiene capacidad para asesinar y para llenar de crímenes a nuestro país”, sostiene el obispo Vera. “No hay ausencia de gobierno, hay presencia, pero presencia criminal. No es otra cosa”.

Rosa Nely Santos viajó desde Honduras; es una entre varias madres centroamericanas que acompañan esta marcha. Otras vienen de El Salvador y de Guatemala; ella tuvo suerte: encontró vivo a su sobrino luego de 17 años de búsqueda; estaba en Tijuana, perdido en el consumo de drogas.

Han encontrado a muchos otros, sólo que ya muertos. “Este es un México lindo y podrido, por el olor de tanta fosa clandestina”. Su explicación: “No es el crimen organizado, es el crimen autorizado”.

Las desapariciones en México no empezaron con “la pendeja guerra de Felipe Calderón”, recuerda Martha Camacho Loaiza. La deuda del Estado mexicano con las familias de los desaparecidos viene de fines de los años 60 y toda la década de los 70.

Ella misma estuvo desaparecida durante casi dos meses. Fue capturada junto con su esposo, Manuel Alapizco, ambos guerrilleros de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Tenía siete meses de embarazo. La hicieron parir a culatazos a los 40 días de cautiverio, primero en una cárcel clandestina y luego en la Zona Militar número 9, en Sinaloa.

Durante 49 días permaneció con la cabeza cubierta por una capucha. Sólo se la quitaron dos veces: una para ver cómo castraban a su esposo, que no sobrevivió a la tortura; la otra inmediatamente después de tener a su hijo; un soldado apuntaba a la cabeza del bebé con un fusil. “Es su bautizo –le afirmaron–. Se va a llamar Thompson”, como el arma.

“Lo que nos han hecho durante todos estos años, son crímenes de lesa humanidad”, afirmó ayer la historiadora, maestra en Ciencias e investigadora jubilada de la Universidad Autónoma de Sinaloa.

“Thompson” también sobrevivió. Se llama Miguel Alfonso y estudió Letras Hispánicas. Es actor y dramaturgo. En septiembre cumplirá 41 años