Afganistán: el lugar al que los imperios van a morir

 

La democracia no es algo que se pueda exportar


La publicación en Reino Unido del informe Chilcot es una buena oportunidad para hacer un balance de la respuesta que Estados Unidos le dio a los atentados terroristas perpetrados en 2001 por Al Qaeda.

Es decir, la guerra de Afganistán en la que la Unión Americana, bajo el liderazgo del presidente George W. Bush, buscó devolver el golpe yéndose con todo contra el gobierno talibán que desde Kabul dirigía el mullah Mohamed Omar, en virtud de que este régimen le había dado cobijo a Osama Bin Laden y a su organización.

Ocurría, sin embargo, que el ejército estadounidense no podía infligirle a Kabul un golpe similar al del 11S porque en Afganistán, por lo demás uno de los países más pobres del planeta, no hay rascacielos qué derribar, ni grandes complejos militares qué destruir. Vaya, Afganistán es un país en el que lo único que se puede encontrar es arena, polvo, excremento de camello, cadenas montañosas y poco, muy poco más. En cualquier caso, el poderoso ejército estadounidense invadió esa nación centroasiática, terminó con el régimen talibán e instauró un gobierno encabezado por Hamid Karzai, que eventualmente debería de convertirse en una democracia estable, respetuosa de los derechos humanos y del libre mercado y, sobre todo, aliada de Estados Unidos.

El balance –quince años después– es desolador. Si bien los talibanes dejaron de gobernar el país desde su capital, sobrevivieron como movimiento radical en las agrestes montañas de Afganistán y constituyen hoy por hoy una amenaza constante al gobierno todavía pro occidental de Kabul, un gobierno que, hay que decirlo, es corrupto, tiene muy poco de democrático, no controla a plenitud la totalidad del territorio nacional y es institucionalmente muy débil.

Afganistán ha constituido para Washington una dolorosa lección de que la democracia no es algo que se pueda exportar, como quien instala una lavadora.

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