Semana Santa, el sueño anual (I)

 

Era la culminación del sueño anual al que le faltaba el descanso, comenzar la parranda de iglesias, vinos, comida, amigas y de panoramas de ensueño


Ni idea de lo que eran las semanas santas de antaño. Hoy, con modernos sistemas de comunicación, terrestre, aéreo, marítimo, cualquiera se transporta de un lado a otro sin agobios, disfruta (¿disfruta?) de los centros vacacionales y regresa revitalizado a las labores cotidianas.

Muchos llegan en calidad de zombis o como si les hubiesen operado el cerebro:

falta de sueño, exceso de actividad física, a la que no están habituados; bebidas alcohólicas al por mayor y otros destrampes que los dejan en calidad de sobrevivientes de una catástrofe.

Los que quedamos en el Distrito Federal, hoy CDMX, para ocultar nuestras miserias, generalmente monetarias, y nuestra cobardía ante los retos de una temporada como la actual, mencionamos y hasta publicamos nuestra felicidad porque la capital está semipoblada, los autos circulan en forma parsimoniosa y uno después de otro, sin amontonamientos ni bloqueos.

Los viejos tiempos: la tarde anterior a la salida de vacaciones corríamos a la terminal del Flecha Amarilla, de Flecha Roja (ambas con el lema: primero muertos que tarde) o de cualquier ruta de segunda. De hecho, de quinta clase, con asientos casi desprendidos del piso, una barra aceitosa de la que se colgaba el que no tenía lugar, y bueno, la capacidad de dormitar parado sin que se doblaran las rodillas o se fuese de bruces sobre los que tenían el tafanario sobre cojines boludos, rotos, con alambres salidos pero finalmente asientos.

Se disputaba el espacio con costales y líos de ropa a falta de maletas de los modestos pasajeros.

A las siete de la tarde agarrábamos la carretera México, Toluca, Zitácuaro, Ciudad Hidalgo, Morelia… y allí dejábamos que siguieran hasta Guadalajara.

En el ínterin, los niños berreaban, los pocos “viajeros” se vomitaban, principalmente al entrar a Mil Cumbres, uno de los panoramas más bellos del país; carretera angostísima con cientos de curvas en 60 kilómetros y un mirador desde el que no se aprecia el fondo, azul como el cielo. Casi siempre lluviosa y resbalosa, y donde se registraban accidentes muy fatales cada semana.

A las siete de la mañana llegábamos a la capital purépecha donde los que no tenían parientes a quienes jorobarles la existencia esa semana, buscaban un hotel barato, con cuartos gigantescos, roperos sacados de novelas de terror, y con camas –cuatro, cinco– propias para medio pelotón.

Era la culminación del sueño anual al que le faltaba el descanso, comenzar la parranda de iglesias, vinos, comida, amigas y de panoramas de ensueño…