El Barbas: se aferró, pero valió

 

Mala suerte. Un parpadeo. La luz de los fanales en alto


Tanto luchó el Barbas contra la muerte: se aferró a veinte uñas, le valió sorbete la descuadrilada, el vómito de sangre, las extremidades sin fuerza alguna, la tristeza que siguió al desconcierto… Lo arrastraron, ¿se arrastró?, hasta la orilla de la calzada, a salvo de que los conductores lo remataran sin percatarse.

–Algo salió disparado; ten cuidado, amor –dijo ella.

Él disminuyó la velocidad hasta detenerse; inspeccionó la cuneta. El Barbas lo miraba, convulsionó otra vez. “Qué fue” –preguntó ella–.

Nada, un perro. Vamos o llegaremos tarde a la fiesta. “Pobrecito. Súbelo, vamos al veterinario”. No tiene caso, dio el último estirón…

El Barbas atropellado en la flor de la vida. No fue accidente: conductores hay que les encanta sentir el golpe en la defensa, ver el cuerpo volar desguanguilado hasta la guarnición. Felices, buscan rematar a la víctima: –Céntralo, carnal; uno menos para la perrera municipal.

–Pinchi gente: tiene mascotas y los echan a la calle.

Desde pequeño el Barbas tuvo suerte con la vida, con las hembras. Por suerte, tuvo una alimentación no común entre sus congéneres, rica en vitaminas, minerales y proteínas. A tiempo recibió las vacunas necesarias para tener una vida prolongada.

Educación escolarizada no tuvo. Pero en el hogar el Barbas aprendió lo necesario para ser útil a la familia y para defenderse en la calle, donde las broncas para defender el territorio estuvieron siempre presentes. Pese a su aspecto serio, amigos tuvo que, sobre todo en enfrentamientos colectivos, lo sacaron de apuros aunque, en no pocas ocasiones, la discordia perruna contagia a sus dueños:

–Estoy harto, ¡pero lo que se dice harrrtooo, hasta el copete, hasta la madreee!, de recoger mierdas de perros ajenos, doña Elvia. O levanta las mierdas de sus animales o tendré que poner mi queja en la Administración para que le cuide el culo a sus sarnosos animales…

–Sarnosa la más vieja de su casa, don Amarguro, aunque ella diga que es psoriasis su roña. Ya quisiera usted estar tan sano como mis animalitos: cada que hay campaña de vacunación cumplo, y cepillo su pelo para que no lo dejen dondequiera, y sus croquetas tienen todos los complementos vitamínicos para que gocen de cabal salud, no como otros seres que andan por el mundo a la tose y tose por la fumadera, y tirando colillas por todos lados, contaminando el medio ambiente, ¿sabe usted que los filtros de sus cigarros no son biodegradables?

–Ni lo sé, ni me importa, doña Elvia. Y si no quiere meterse en problemas levante el mierdero de su manada o aténgase a las consecuencias…

–Pues hágale como quiera, y modere sus palabritas: mis animalitos no hacen esa popó tan pestilente y lombricienta. Mis preciosos schnauzer están desparasitados y, para que se entere, mis preciosos usan kleenbebé y se limpian con papel higiénico suave como pétalos de rosa, y no es que ande de fisgona, pero humanos hay que exhiben en el tendedero sus truzas manchadas de nicotina. Y no precisamente por fumadores, don Amarguro…

–¡Arturo!, doña Elvia: ¡Arturoooo!, aunque le cueste trabajo…

–Pues para mí y para mis preciosos es usted don Amarguro, ¿escuchó bien, eh? ¡A–mar–gu–ro! El Barbas incursionó en territorio enemigo; el amor por una morena rejega le dio valor para aventurarse por callejas oscuras, plagadas de baches y coladeras destapadas, que en caso de huida eran trampas casi mortales. Volvía jactancioso, con ánimo de que alguien se cruzara por su camino para darle una buena zarandeada y mandarlo con la cola entre las patas. Pero no, nadie. Tan sólo la luna lunera puso claridad a su paso, hasta que desembocó en la avenida iluminada. Cruzó el carril.

Y olvidó que de poniente a oriente arribaban las combis y pecerdas con su comprimida carga de seres humanos.

Mala suerte. Un parpadeo. La luz de los fanales en alto. Deslumbramiento. Golpe seco. Aires. ¡Sueeelooo! ¿Inconsciencia? Y la lucha contra la muerte súbita que demoró, que no fue. El alma caritativa que le echa un lienzo encima. Una ración de agua. Los minutos, las horas: esa casi eternidad. Y el aferre del Barbas a veinte uñas hasta el arribo del nuevo sol.

No puede levantarse. Las patas traseras se niegan, desea pegar carrera hasta su casa, hasta su colchón estampado con motivos de los 101 dálmatas. El Sol calienta.

Los escolares lo miran, condolidos; las madres los apresuran para no perder la clase. De repente un frenazo, chirriar de llantas, leve polvareda y descenso de los hombres con lazos y redes, prestos, puestos para impedir la huida. No hay tal y entre dos levantan al Barbas; sin contemplaciones lo arrojan al piso de la jaula y el conductor acciona la palanca de velocidades para el escandaloso arrancón que zangolotea la estructura de la perrera municipal.

Libró el Barbas la muerte súbita. ¿Gas? ¿Garrote vil? ¿Qué muerte le espera? Los días pasan, los chiquillos extrañan al Barbas, pero los adultos suponen:

—No den lata. Seguro que anda de caliente, en brama, y al ratito vuelve.