El México de hoy…

 

Todavía con Gustavo Díaz Ordaz se decía que el autoabasto alimentario garantizaba la soberanía nacional


Hurgo en el arcón de los recuerdos y me remonto a tiempos cuando el partido tricolor era el único, el presidente de la República era el único, el Ejército era el único (la Marina no contaba) y la Virgen de Guadalupe era la única.

Eran los fetiches a los que sólo se podía aludir en términos elogiosos. Cuestionar al llamado “jefe nato de las Instituciones Nacionales”, a los heroicos aguacates (verdes) y rechazar el aparicionismo virginal no significaba necesariamente una pena carcelaria o económica, pero sí el ostracismo, la muerte civil, el alejamiento de los amigos y hasta de ciertos familiares.

Con los tricolores no había problema porque no existían partidos de oposición. Los pocos y sin registro oficial, eran los de ultraderecha como los sinarcas y los de izquierda con ribetes de extremismo entre algunos de sus militantes.

Los sinarquistas ocupaban sus ratos libres agrediendo a quienes no comulgaban con sus ruedas de molino. La izquierda, mayoritariamente los marxistas, pasaba horas, días, discutiendo la inmortalidad del cangrejo o, con respeto, los gulags y puntos filosóficos entre trotskistas, maoístas –nacientes apenas– leninistas, todos centrados en el materialismo en boga.

Ése era el México que conocí. Pasó mucho tiempo, el suficiente para que el país entrara en un tobogán ideológico que iba de la mano de la economía. Todavía con Gustavo Díaz Ordaz se decía que el autoabasto alimentario garantizaba la soberanía nacional.

Había homenaje a la bandera los principios de semana en los centros escolares, la gente sabía el himno nacional cuando no se decía : “y retiemble en sus centros la tieeerraaa…”, sino con el texto original se cantaba “y retiemble en sus antros la tierra…”

A nadie se le ocurriría que la tierra tiene “centros”, tantos que ya no serían centros. El país se dividía en 28 estados, tres territorios y un Distrito Federal. Los territorios eran las bajas California y Quintana Roo y la capital conservaba la calidad de DF como asiento de los poderes.

En tal situación, el mandatario delegaba la administración capitalina a un  regente.

Que abusaban, cierto, algunos, pero recibían su merecido. El más emblemático fue Ernesto P. Uruchurtu, que se hizo leyenda tras una década de ejercer el poder, pero se equivocó al creerse el sucesor y que no era administrador, sino gobernante.

Su equivocación, que podía dañar para la sacrosanta institución presidencial, lo envió a descansar a su pueblo en Sonora y nunca más se supo de él. La política lo abandonó.