En CU, cuando éramos menos

 

Con más mota y otras drogas que antes


–¿Me acompañas a Ciudad Universitaria? Voy a recoger un cheque.

A Jerónimo se le iluminó el rostro; aceptó: –Llévame a la escuela donde estudiaste, yo quiero estudiar ahí –dijo.

–Ponte una gorra y vámonos, que se hace tarde.

Transbordaron en la línea verde, Indios Verdes-Universidad. Llegaron a la bulliciosa terminal. “Iremos caminando, está cerca”. Desistieron de formarse para abordar el autobús estudiantil.

–Yo quería subirme al Pumabús.

–Hum, la cola es interminable, mejor al regreso porque se me va la contadora. Y guarda el cel, que vamos a cruzar por donde están los macizos. –¿Los macizos?

¿Quiénes son?

–Así le decían en mis tiempos de estudiante a los vendedores de marihuana. Eran muy discretos, uno tenía qué buscarlos. Ahora los encuentras por todos lados. Y como las galletas: con surtido rico, para todos los gustos y necesidades: coca, mota, cristal, chochos, tachas…

–Como en el barrio, pa. Yo los he visto atrás de la primaria; también en las noches, por el rumbo de los tacos, en el baldío. Hasta con los patrulleros platican y nadie se mete con ellos.

–Como en todo el país, m’hijo.

Mientras no se metan con el negocio, todos tranquilos. Tú, como los monitos sabios: no veo, no oigo, no hablo. O como dicen en la cárcel: ver, oír y callar, si las quieres cotorrear.

–Ya huele a petate, pa.

Rico. Sentados en el pasto, bajo los árboles, grupos de jóvenes platican, algunos duermen, otros se dan a la lectura, pocos se entretienen pateando un balón. Es fácil reconocer a los distribuidores, los buenos, los macizos, por la bolsa (mariconera, le dicen) cuya correa les cruza el pecho; de ella extraen lo solicitado y reciben el importe acordado. A unos pasos del Metro.

Antaño, años 70 del siglo pasado, el comercio de enervantes al menudeo estaba focalizado en las míticas Islas de CU. Los que le atacaban a la cannabis llegaban, como no queriendo, a esas puertas de la percepción. Elegían donde tender su indolente humanidad y esperaban las ofertas. Advertían cuando alguien se acercaba a quienes mataban el tiempo al amparo de la sombra de fresnos y jacarandas.

Un día la persona a la que había entregado mi corazoncito llegó a la Facultad (de Ciencias Políticas y Sociales, claro); concluidas las clases fuimos a las vecinas Islas a ejercitarnos en el picorete salivón, excelente práctica para elevar la temperatura y concluir el incendio en el refugio para enamorados que ella tenía, mi novia oriental (de Sakura, estudiante de Español en la Escuela para extranjeros) en Hernández y Dávalos, colonia Obrera.

Cuando más entretenidos estábamos atizándole a la libido, vimos que alguien se detuvo frente a nosotros. Desde el suelo advertí al joven calzado con botas mineras, pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y anteojos oscuros, pelo largo y lacio. “Que tranza, chavos, ¿van a Querétaro? Porque voy a Taxco”.

–¿Qué querer él? -preguntó mi novilla.

–Que si queremos mota, la encarguemos ahora que él va a surtir los pedidos…

–¿Marihuana, marihuana? Oh si. Yo querer probar, yo pagar…

Y diciendo y haciendo: echó mano al monedero y entregamos el dinero. Aún recorrió un rato las Islas y nosotros quedamos a la espera, con el espíritu clavado: ¿volverá con la mercancía? Yo francamente dudaba, aunque oculté mi novatez. Prisa no teníamos. Y de nuevo volvimos a los arrumacos y picoretes, para hacer más breve la espera y el desasosiego: ¿Cómo andaremos por la calle con un tubo de marihuana encima? ¿Y si nos esculca la tira? Mi experiencia de motorolo o pacheco se reducía a un toquecín que me regalaron en el bachillerato y me hizo alucinar paisajes dignos de Van Gogh y yo vagando entre ellos, bien acá, lacio-lacio, en la lenta, nada que me emparentara con personajes de José Agustín en Se está haciendo tarde (final en laguna), biblia literaria en aquel entonces.

Dos horas después decidimos ir a nuestro cuartito de la colonia Obrera, a concluir los deberes escolares y luego dar paso a la pasión, anulando la posible experiencia de un round de mete y saca incentivado con unas buenas fumadas a un churro de Golden Acapulco. “¿No esperar a tu amigo?”, preguntó ella. No ser mi amigo, decirle yo a mi ojitos rasgados: creo que se fue con the money.

Que me quemen la bocota por externar eso. Fue como un conjuro. Ella señaló a lo lejos y entre los árboles vimos aparecer al bueno, llegó hasta nosotros, se inclinó y de su calcetín derecho extrajo el ansiado tubo, como de una pulgada de grosor y 20 centímetros de largo. En la madre, pensé, es un chingo. Agradecimos, metí el tubo en mi calcetín izquierdo y nos despedimos, ya saben: cuando quieran por aquí ando siempre…

A bordo de un camión de la ruta colonia Del Valle-Coyoacán volvimos a la Obrera. Las manos me sudaban de puro nerviosismo, producto del tubo que me evidenciaba como transgresor de la ley y me exponía al escarnio público y familiar, pues ya me veía en la delegación de policía a donde mis padres acudirían a enterarse que su hijo y la oriental eran adictos a la guariguana, y tan seriecitos que se ven, señito: mire nomás el guatototote que llevaban encima.

Y sí: llegamos a Hernández y Dávalos, subimos al cuartito; entonces sentí alivio: deshicimos el tubo de marihuana compactada. Nos dimos a la tarea de quitarle semillas (cocos, les llamaban los profesionales) y ramas. ¡Sí que era un guatototote! Poco diestro en el arte de elaborar cigarrillos, saqué el tabaco a un Baronet y lo rellené con la moix. “Mis amigos pedirme moix”, dijo mi oriental. Ufff, alcanza para todos, dije y encendí el cuerpo del deleite. Se lo pasé. Nos pasoneamos antes que el churro se consumiera.

–¡Yo mareada, yo contenta! –dijo ella.

–Yo tambor, yo en la lentaaa –respondí y la atraje hacia mi. Nos besamos. “Qué sopor y que bochorno; empecé a pasar aceite, raza: sude y sude de pura vergüenza”, recordé a Piporro. Los sentidos exacerbados, la ropa que estorba, el Eros que nos pone en puros cueros y pues, ¿algo que nos lo impida? Pónganle como quieran, jóvenes, que para eso es el deseo: para satisfacerlo a plenitud, ¿qué no?

–¿Aquí es la escuela donde estudiaste? –dijo el chamaco. Salió de su ensimismamiento y respondió: “Esta era.

Ahora está en otro sitio. Con más mota y otras drogas que antes, cuando éramos menos”.