Final de las vagaciones

Vacaciones en la ciudad de México. Foto: Cuartoscuro 

La población chilanga es la que más chambea y la que menos vacaciona


Emiliano Pérez Cruz

¡Arriba corazones! Las vagaciones llegaron, los escuincles botan las mochilas escolares, búscate el calzón de baño, el bikini para lucir lonja, las sandalias y las toallas; vayan a la cremería por jamón, queso de puerco, frijoles en lata, chiles envinagrados para los sándwichs y el piquín  en polvo para las jícamas con chile; echen la hielera, y unos six de TKTs para el camino. El trajecito y la corbata también descansan desde Semana Santa y hasta el reinicio de las actividades escolares. Echen las cobijas y la lona de rafia a la cajuela, que son las vagaciones y el cuerpo lo sabe. ¡A derretir lonja bajo el sol!

La población chilanga es, en el mundo, la que más chambea y la que menos vacaciona: 17 días pagados; el promedio mundial fue de 23 por año. Por eso, cuando el primer periodo arriba, ¡vámonos! en estampida: los balnearios agotaron sus reservaciones, las terminales de autobuses y aeropuertos rebosan, las casetas en las autopistas rebasan sus habituales cifras, y quienes se han chingado 2 mil 261 horas trabajadas por año (378 horas arriba del promedio global: mil 883 horas/año) quieren verdor, alberquita, playa, palapa, micheladas y roncito, furtiva cannabis o perico que brinde relax, relax:

Chida la vida, ese, ¿qué no? Como que nos la merecemos, también la gorda y los retoños; vayan a la tienda por la Red Cola chonchérrima, aparten unos pollitos en la rosticería, dejen croquetas a los perros y su cubeta con agua; se acuestan tempra porque hay que madrugar…

El barrio también se da sus mañas para salir de sí mismo y vacacionar; se convencieron, rentaron el autobús del Tornarás, se avituallaron; en el camino conseguirían aguardiente, alcohol de caña o ya de perdis una garrafita de Tonayan. A falta de tiendas de campaña, unos cuantos palos, un plástico. Para el suelo, dos que tres cartones y empaques de unicel. Y la humedad nos hace los mandados. Con el Tornarás arreglaron los costos del autobús y pasó puntualito el jueves santo en la madrugada y emprendió la travesía.

Los del vecindario comenzaron a salir quitándose las chinguiñas; los madrugadores tomaron su taza de café, otros lo llevan en el termo y los más parten con la panza vacía, hasta la primera caseta donde bajan e irrumpen en el Oxxo para hacerse de bolsas de papitas y chescos para botanear.

Prehistóricas melodías a coro animan al conductor del autobús: “Métele el fierro chofer,/ aunque nos des en la madre; métele el fiero chofer,/ aunque que nos des en la madreee…” Las principales salidas colapsan, y al retorno será peor:

Querétaro, Pachuca la Bella Airosa, Toluca, Puebla, Cuernavaca. “¡Pinches nacos, no respetan la fila!”. “Utos Godínez, color amarillo burocrata: les soltaron la correa!” Chupa, gritan, aúllan, bailan, se empujan, viven la efímera libertad.

Los chilangos huyen de los chilangos y sus aglomeraciones en el metro, la pecerda, el metrobus, el microbio, sólo para reencontrarse en la masa que ennegrece el agua de las albercas del vecino estado de Hidalgo o Morelos, vuelve realista socialista a la surrealista Xilitla de la huasteca potosina, donde para adquirir el boleto de ingreso al Castillo deberá hacer cola durante cuatro horas; la Peña Bernal y sus alrededores heredan miles de envases de pet y unicel; los baldíos ejidales se pueblan con casas de campaña y los WC portátiles aguardan a filas y filas de seres que urgen a los de adelante porque “ya les urge”…

Desmadejado. Ahíto. Cansado, el Tornarás dormita sobre el volante del autobús. La inmensa fila de vehículos avanza a vuelta de rueda. A lo lejos, nocturnal, la gran Zona Metropolitana de la Ciudad de México los aguarda, iluminada: hierro, concreto y pavimento…