La obsesión del fracaso

 

Son nuestros gobernantes quienes se han encargado de sembrar entre nosotros la obsesión por el fracaso


Cuando se trata de transmitir mensajes con un alto contenido de motivación a los diferentes públicos, la tarea no es fácil porque implica despertar en ellos eso que algunos han buscado tildar doctrinariamente como dañino para el género humano: la ambición. Siempre se nos ha dicho que las normas morales deben estar por encima de todo lo demás, y que la ambición es uno de los mayores vicios de la humanidad por lo que debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance por evitarla.

El problema es que los únicos que hacen caso a ese precepto doctrinario y religioso moral son los pobres, o los estratos bajos de la población que hasta ahora han sido fácilmente inducibles para evitar que posean esa peculiaridad que solamente se permite entre las clases altas, o las esferas en que se engloban esas generaciones de ricos que surgen de la corrupción que siempre ha estado presente en las estructuras del poder.

Se afirma que la corrupción es un mal generalizado, endémico y cultural, del que la mayoría de los ciudadanos somos corresponsables, o como señalara el propio presidente Enrique Peña Nieto durante la inauguración de la sexta “Semana Nacional Anticorrupción” del pasado 28 de septiembre: “el tema de la corrupción está en todos los órdenes de la sociedad y en todos los ámbitos, no hay alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra”.

Sin pretender contradecir a quien dirige los destinos del país, no es lo mismo que un agente de tránsito reciba una cantidad mínimia de dinero por perdonar una infracción, o que el encargado de una ventanilla gubernamental reciba 50 pesos por apresurar un trámite, o un asaltante que roba a un trabajador el producto de su quincena, que aquel que desde un encargo público se sustrae enormes cantidades de dinero en colusión con empresarios que han montado toda una infraestructura para la comisión de delitos de cuello blanco.

O que los grandes empresarios del país, como el caso de los señores Slim, Bailleres, Larrea, Servitje, y o cualquiera de los apellidos rimbombantes tan afamados por su poder de acumulación, que pagan solamente la tercera parte de los impuestos que debieran mediante artilugios legaloides mientras que el resto de la población lo hace como lo marca la ley: casi 30 por ciento de sus percepciones. Porque no podemos cerrar los ojos ante la descarada complicidad de nuestros gobernantes con los hombres y mujeres dueños del dinero.

Es una verdad irrefutable que la corrupción invade todos los órdenes de la sociedad, pero insisto en la diferencia: el daño que provocan los empresarios coludidos con los políticos es 90 por ciento mayor que el que provocan los simples ciudadanos. ¿Cuál es la diferencia ente un ladrón que asalta un banco y se lleva tres millones de pesos, con el de un empresario que se gana cien millones en una transacción con las estructuras de gobierno?

Ninguna, ambos delinquen, solamente que al que asalta si lo agarran se pasa el resto de su vida en la cárcel, mientras que los grandes empresarios siguen disfrutando de sus riquezas adquiridas con las complicidades del poder. Así de fácil podemos explicar por qué fracasan países como el nuestro, y el motivo principal de nuestras desigualdades y el creciente empobrecimiento de la mitad de los mexicanos. Son nuestros gobernantes quienes se han encargado de sembrar entre nosotros la obsesión por el fracaso.

Al tiempo.