Los apóstoles Mateo y Tomás

 

San Mateo es un testimonio de la misericordia salvadora de Dios


Conocido en los evangelios como “El Publicano” y como “Leví, el de Alfeo”, la figura del apóstol Mateo se identifica con el pecador a quien Jesús llamó mientras cobraba el tributo debido al César.

Al llamar a Leví, Jesús quiso acoger en el grupo de los apóstoles a un hombre considerado como un pecador, y demuestra que no quiso excluir a nadie de su amistad. Luego, invitado por Leví a comer a su casa, y en respuesta a los que se escandalizaban porque estaba reunido con pecadores, pronunció una de las declaraciones esenciales del cristianismo: “No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 1,17). Estas palabras presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.

Leví respondió a la llamada de Jesús porque comprendió que para mantenerse con Él tendría que desapegarse de toda situación de pecado para adherirse a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús.

Luego de convertirse en uno de los apóstoles tomó el nombre de Mateo, evangelizó Judea, Etiopía y Persia, y vivió varios años en Antioquía, donde escribió su Evangelio hacia el año 80, dirigido a palestinos o judíos cristianizados. La tradición refiere que murió mártir en Hierápolis.

San Mateo es un testimonio grandioso de lo que obra la misericordia salvadora de Dios en quien se levanta de su situación de pecado y lo sigue. Su festividad se celebra el 21 de septiembre.

El apóstol Tomás, pescador de Galilea, era llamado “El Mellizo” por el grupo de los Doce, y es conocido también como “El Incrédulo” por no haber creído el anuncio de la resurrección del Señor.

El Evangelio refiere que ocho días después de la Pascua, Tomás, que no había creído en las apariciones de Jesús ocurridas en su ausencia, les dijo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20, 25). Tras esta incredulidad, el Señor volvió a aparecerse, ahora estando Tomás presente, a quien le indicó: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20, 27), a lo que Tomás respondió con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Luego, Jesús le dijo: “Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29), expresión que también puede expresarse en tiempo presente: “Bienaventurados los que no ven y creen”.

Conocer la incredulidad de Tomás nos conforta en nuestras inseguridades, nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre, y nos recuerda el auténtico sentido de la fe madura en Jesucristo.

Después del Pentecostés, Tomás comisionó a Tadeo para que le llevase la Sábana Santa a Abgar, rey de Edessa, quien padecía lepra, y luego fue a Siria, Persia y al sur de India para llevar el Evangelio.

Murió mártir en Coromandel, India, traspasado por lanzas. Su cuerpo se trasladó a Edessa en el siglo IV, un día 3 de julio, fecha en la que se celebra su festividad, y actualmente se veneran en la catedral de Ortona, Italia.