Los temblores

 

De los temblores, recuerdo los que siguieron al nacimiento del Paricutín


De los temblores, recuerdo los que siguieron al nacimiento del volcán Paricutín. Mi madre, doña Elena, nos hincaba debajo de un dintel, brazos extendidos, manos hacia arriba y una oración  que sólo ella entonaba.

Nunca pasó a mayores, aunque sí se sentían gacho porque eran fuertes, largos y constantes. Eso fue en Morelia.

Paso a 1957, ya en el DF; vivíamos en Bahía de Santa Bárbara, en un cuarto piso con balcón por el que mi hermano Alfonso y yo nos asomábamos todas las mañanas en calzones, el par de desnutridos, pero nos sentíamos Tarzanes.

Mirando hacia la derecha del edificio, se observaba el lomo de la avenida Melchor Ocampo (no existía Circuito) y, como si estuviera de pie allí, el Ángel de la Independencia.

Ese día nos levantamos, después de breve charla a medianoche: ¿Sentiste? ¡qué! El temblor ¿cuál temblor? déjame dormir… y nos dormimos con tranquilidad.

En la mañana hicimos nuestro rito matutino y ¡vaya susto! no había Ángel sobre Melchor Ocampo.

Fue la primera sorpresa, porque camino al centro vimos edificios derrumbados, uno de ellos de un banco donde quedó sepultado un velador. Nunca se hizo esfuerzo por saber si estaba vivo. Lo importante era preservar la construcción.

Brinco a 1985. Apenas estaba despertando cuando los gritos de mi esposa Magdalena, y de mi hija menor, Ana, hicieron que me avivara. Efectivamente estaba temblando, pero pensé que no era para tanto.

En ese momento recibí la llamada de un colaborador, primo de Felipe Calderón, de apellidos Reyes Hinojosa, informando que un compañero de Prensa del Senado, Ramón Silvera, estaba sepultado bajo los escombros de su casa.

Me levanté volando y me dirigí a la colonia Roma.

Antes de ingresar, me detuvo una señora en bata casera, me explicó que no podía pasar porque había gas en el ambiente. Le mostré mi charola del Senado y con voz dolorida me respondió: ¡Ay señor! No es hora de hacerse el influyente, por favor retroceda.

Apenado por mi insensibilidad, estacioné el vehículo y caminé las cinco o seis calles hasta el lugar del incidente. Ya habían sacado a Ramón de los escombros; piernas y un brazo hechos pinole, pero de buen ánimo.

Hasta que recordó que con el afán de proteger a sus hijos menores, los abrazó. El edificio se cayó pero, al parecer, fueron los niños quienes salvaron la vida del padre. Los infantes perecieron tristemente.

Fue un dolor que compartimos mucho tiempo con Ramón, quien decidió irse a vivir a la provincia donde, espero, es feliz.

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