México a tajo abierto

 

La delincuencia organizada se ha involucrado con las trasnacionales


Tal como se practica en México, la minería es abusiva y criminal, produce muertes violentas, desapariciones de personas, ocupación ilegal de tierras y desplazamiento de miles de familias que antes vivían en esos territorios heridos, con socavones que pronto serán como narcofosas por su número y por sus costos sangrientos.

Esa industria extractiva, para colmo, está mayoritariamente en manos de empresas transnacionales, a las que los recientes gobiernos mexicanos han facilitado la explotación inmisericorde de millones de hectáreas con toda la riqueza que hay en el subsuelo.

Lo más grave que está ocurriendo, sin que alguien haga algo para impedirlo, es que la delincuencia organizada, los narcotraficantes y sicarios mexicanos se han involucrado con las trasnacionales en el negocio de las minas, tanto asociados para la exploración y extracción de minerales, como para atacar a los defensores de la tierra y también a los periodistas que apoyan y difunden ese activismo.

Son datos que ofrece Jesús Lemus en más de 350 páginas de su libro México a cielo abierto: de cómo el boom minero resquebrajó al país. Descripción minuciosa, narrativa, documentación y análisis nos hacen sacudir la cabeza de incredulidad frente al saqueo permitido a las transnacionales. Pero también obligan a sacudir las conciencias ante las prácticas francamente delincuenciales de las mineras canadienses (las hay también estadounidenses, chinas, japonesas, italianas, argentinas y peruanas), las cuales han sido beneficiadas por los gobiernos de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, en el papel de vendepatrias dispuestos a concesionar más de la cuarta parte del suelo y subsuelo del territorio nacional a extranjeros.

Lemus calcula que la industria extractiva produce utilidades por 200 mil millones de dólares anuales, más de cuatro veces lo que genera el narco.¿Y en qué superficie pueden trabajar estas concesionarias extranjeras? Nada menos que sobre más de 57 millones de hectáreas, casi 29 por ciento del suelo (más bien subsuelo) de toda nuestra herida república, hendida a tajante tajo abierto, con una violencia criminal asociada a estos “negocios de muerte” para liquidar todo asomo de protesta.

En los altares del negocio se ha sacrificado, mediante asesinatos, a 276 dirigentes comunales y defensores de la tierra y a 138 líderes comunales presos y acusados de delitos que no cometieron. Hay otros 126 defensores desaparecidos y un número similar de desplazados, obligados a huir a otros lares con todo y familias para evitar que los mate una industria que no conoce límites y a la que nunca se le ha marcado el alto, pues cuenta con la complicidad, los permisos, la corrupción y todos los horrores que el libro describe, todo ello consentido por una autoridad entreguista y podrida hasta la médula.

No es una metáfora eso que el autor pinta como círculo perverso, una industria de muerte: buena parte del material extraído en nuestro territorio, más que ayudar al progreso y al desarrollo humano, como las mineras sugieren en sus campañas propagandísticas, mediante una intrincada red comercial terminan por surtir a la gran industria armamentista del mundo, desde donde se devuelven a México los minerales “en forma de pistolas, fusiles y balas”.

Como le dijo al autor un exlíder de autodefensas de Michoacán, “mientras no pare el flujo de armas, no va a terminar el mar de muertos en México, un mar que no va a caber en los hoyos que dejan las mineras”.

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