Policía represiva

 

Los estudiantes no eran “correctos políticamente”, actuaban según su convicción


La semana anterior me invitó el maestro, veterano compañero de lides periodísticas Armando Rojas Arévalo, a platicar con sus alumnos de la Facultad de Ciencias Políticas en Ciudad Universitaria.

La reunión, particularmente grata, me remontó a los años en que quise estudiar Antropología en la UNAM, cuya escuela estaba en Moneda, a un costado de Palacio Nacional y frente a la puerta donde lucía su esplendor el Calendario Azteca o Piedra del Sol.

Tiempos en los que protestar era de bien nacidos y de jóvenes valerosos que ponían en cada protesta su pellejo de por medio. Hoy se incide en la represión de un gobierno sin argumentos para resolver los problemas que le presentan.

Asuntos no siempre de su competencia ni de solución por las máximas alturas burocráticas que, simplones, dejan que el tiempo los resuelva.

Cuando la autoridad interviene, envía uniformados sin armas, con tolete y sin derecho a la iniciativa para controlar a un grupo. Por su lado, los manifestantes pueden se lanzan contra los policías que aguantan a pie firme patadas, garrotazos y bombas molotov o improvisados sopletes.

De extrema ridiculez, la policía participa con extintores de fuego. Un reducido equipo “patrulla” entre sus compañeros, listo para apagar la lumbre cuando alguno de ellos es alcanzado por la furia incendiaria de algún joven enmascarado.

En los tiempos viejos se condicionaba la participación en las manifestaciones: equiparse con paliacate para remojarlo en vinagre, en caso de caer en zona de gases lacrimógenos, y goggles (no dije gugles) de natación que protegieran los ojos.

Venía la parte divertida. Motociclistas de Tránsito perseguían con gran saña a los estudiantes, además agredidos a manguerazos por los bomberos; se intentaba acorrararlos o como hoy dicen “encapsularlos” donde los granaderos pudieran repartir guamazos indiscriminados.

Los laborantes de los alrededores del Zócalo, eran agredidos y a veces encarcelados y sólo liberados cuando comprobaban que eran empleados de algún comercio. Las corretizas eran maravillosas; los estudiantes atraían a los motos a los pisos mojados por los bomberos, provocando unos derrapones de antología. De cada cuatro caídos, dos tenían que retirarse lastimados.

Si alguien se atrevía a levantarle la mano a un agente, todos los policías se iban contra el impetuoso e irreflexivo que se veía arrastrado hasta donde le recetaban larga dosis de palos.

Los estudiantes no eran “correctos políticamente”, actuaban según su convicción y colocaban sus gónadas en defensa de sus ideales. ¡Ah, qué tiempos aquellos!

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