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Cada presunto candidato trae una entre sus manos


Estamos viviendo el auge de las encuestas. Cada uno de los interesados en participar en la vida pública de este país, o quienes aspiran a convertirse en candidatos de determinado partido, tienen en su poder una encuesta que los señala como los hombres y mujeres con mayores posibilidades de ganar o alcanzar el triunfo. Este fenómeno es recurrente; se presenta cada vez que se acercan los procesos electorales, y forma parte nuestra costumbre política y de los artilugios que cada quien utiliza para asegurar un lugar en las boletas. Para muchos, lo importante es estar en la boleta aunque no ganen, porque esa circunstancia también puede ser vendible políticamente.

Una encuesta se realiza mediante una serie de preguntas que se hacen a diversas personas para reunir datos o detectar el tono de la opinión pública en torno a un proceso determinado, ya sea electoral, o bien para la toma de decisiones en el caso de los gobernantes.

Hacer encuestas es sinónimo de preguntar, y tradicionalmente se dirige a determinados sectores poblacionales para conocer sus preferencias, necesidades o carencias. También se utilizan para conocer los gustos de los distintos sectores sociales.

Pero la encuesta debe ser un estudio serio, mediante el cual se investigan datos a través de un conjunto de preguntas dirigidas a una muestra representativa, o al total de un determinado grupo social.

La metodología cambia de acuerdo a la finalidad o a las intenciones de quién la ordena; y pueden orientarse cara a cara, telefónicas, por correo o por internet, dependiendo de la cobertura que se pretenda tener para otorgarle mayor certeza al resultado. Por lo regular, los resultados son fáciles de interpretar, porque de lo que se trata es de crear certezas.

Estamos viviendo el auge de las encuestas políticas, y la mayor parte de ellas varían de acuerdo al lugar, a quien la realiza, a quien la solicita, y hasta la hora y el día en que se hace el levantamiento de datos, así como el público o sector poblacional al que van dirigidas. Las empresas realizan de forma cotidiana encuestas para saber gustos y la orientación poblacional de los productos que generan, porque eso les permite dirigir sus esfuerzos de forma certera a la hora de utilizar los artilugios de la publicidad.

Estos son los tiempos del auge de las encuestas políticas, y cada presunto candidato trae una entre sus manos, la cual les da la certeza de que son ellos los predestinados al triunfo, y tratan de que los tomadores de decisiones las conozcan. Esa es ahora la costumbre adoptada desde hace algunos años por nuestra “honorable” y “eficiente” clase política para mantenerse en los cargos públicos y de elección popular.

El problema es que las encuestas, por lo regular, se convierten en un desastre a la hora de evaluar los resultados de la gestión de aquellos a los que entregamos nuestro voto.

Qué bueno que hay encuestas, y eso es producto de los avances en el conocimiento de la estadística orientada con fines precisos; pero que malo que los resultados de los que ganan las elecciones, por lo regular, sean tan desastrosos. Y es que nada tiene que ver la estadística con el éxito o el fracaso de nuestros políticos, sino la condición humana y personal, además de los principios de quienes participan en la vida pública. Hasta ahora, la experiencia ha sido amarga sin lugar a dudas. Al tiempo.