¿Sirve de algo?

 

Esos olvidados libros de texto


Carlos Rojas Martínez/ CULTOS Y MOCHOS

Recuerdo con emoción y picazón aquellas lecturas de 1989, esos olvidados libros de texto que ya no hacen donde el pequeño “yo” leyó sus primeros cuentos y poemas de Julio Cortázar, Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Gabriela Mistral, en fin, colorín colorado del haber sido en el pasado con lama, ya llovió lluvia ácida del recuerdo.

Después vinieron las bibliotecas de salón, un esfuerzo más de la gloriosa Secretaría de Educación Pública y el canal de las estrías, acervo que me regaló (caco) el inolvidable Crímenes Ejemplares, de Max Aub: “Me suicido para que hablen de mí”.

En la secundaria, entre tantas aventuras, conocí la poesía de José Juan Tablada, les dedicaba poemas extrañísimos del autor de Li-Po a las doncellas adolescentes con uniforme rosa, azul y guinda, porque fui chocho, iba en federal: “No tengo el delirio vano/ de querer ser universal/ ni siquiera continental/ me basta ser poeta mexicano…”

Para cuando entré a la preparatoria llevaba ya muchas noches de desvelos literarios, además del deporte y la masturbación, coleccionaba noches de lecturas, ¿en qué me ayudaron tales incendios de pestañas? Principalmente para hacer amistad con los profesores y enemistad con mis compañeros de salón; participaba citando a Horacio, no importaba si la clase era de historia o matemáticas: “Muéstrate animoso y fuerte en la desgracia. Pero, prudentemente, recoge las velas de tu barco, si un viento favorable las hincha demasiado”.

No he hablado de mis primeros escritos, quizá por el pudor natural que tiene uno frente a esos extraños anfibios, ni poemas, ni cuentos, mucho menos crónicas, sino una especie de relato en el diario roído de mis días, eso sí, con mucho sentimiento. Alguna vez en un café del centro moreliano, sorbiendo un té de rosas con miel de abeja (porque hay otras mieles), le señalé a una señorita: “Es tu piel morena, el jorongo que quiero para todos mis fríos”. Creo que no fue muy atinado el símil, sin embargo hubo besos y arrumacos.

Entré a la Facultad de Filosofía y ahí casi todos leían, o casi todos presumían que leían. Dejé de hacer ejercicio, me enfermé de hepatitis y conocí a Lichtenberg. Con este autor comencé a reflexionar sobre el acto de leer; además en la universidad, el tiempo se encoge, se hace chiquito, y uno no puede andar leyendo cualquier babosada (aunque nunca he dejado de leer y escribir babosadas), al menos no sin cuestionarse el acto de la lectura: “No cesaba de buscar citas: todo lo que leía pasaba de un libro a otro sin detenerse en su cabeza”.

En fin, o the end, hoy, a mis casi 34 años de sometimiento ontológico, sigo con mis lecturas desordenadas, el mes pasado terminé El agua y los sueños, de Gastón Bachelard; Cuentos, de Wang Meng; La feria de los días, de Jaime García Terrés; etcétera de la presunción, y me pregunto ¿para qué todas estas lecturas? Pues fácil, para escribir todos estos renglones.

@CalicheCaroma