Vivir en el oriente y con lluvia

 

“Oriente profundo metropolitano, donde salir a trabajar es suplicio”


Vivir en el oriente no es cosa de juego. Es simple necesidad.

Apego al terruño. A lo que con tanto esfuerzo se ha adquirido, aunque vaya la vida de por medio. Porque para ir al trabajo o a la escuela, al hospital o a la oficina, a la obra en construcción, a llenar la solicitud de empleo o trasladar la mercancía que a ver quién compra, hay que madrugar, pero madrugar en serio: a las tres de la mañana, si quieres salir rechinando de limpio a eso de las cuatro para ingresar a la chamba a las siete u ocho am, con un tentempié en la barriga.

Vivir en el oriente profundo tiene sus riesgos: que te atraquen en la pecera, en la autopista; que se vuelque un tráiler e impida el paso en la carretera federal o de cuota, y debas de caminar entre sandías o papayas o cajas de jitomate desparramadas sobre el pavimento. Que el Metro sea más lento que de costumbre, de La Paz hasta Pantitlán y de ahí al centro laboral donde dejarás, de menos, 10 horas de tu existencia a cambio de un salario de miedo, de mierda apenas suficiente para que el ciclo se repita: cobra, que te servirá para venir a trabajar.

Vivir en el oriente profundo nos recuerda los versos de Bertolt Brecht: Esta es tu casa./ Puedes poner aquí tus cosas./ Coloca los muebles a tu gusto./ Pide lo que necesites./ Ahí está la llave. Quédate aquí. Aquí: en Neza, Chimalhuacán, Chicoloapan, La Paz, Ixtapaluca, Chalco-Solidaridad, hasta topar con la caseta de cobro de la autopista a Puebla, y al infinito y más p’allá: oriente profundo metropolitano, donde salir a trabajar es suplicio, tortura cotidiana pues el transporte escasea, es insuficiente, el bicitaxi incrementa su costo porque debe sortear baches que se multiplican en la temporada de lluvias, cuando el paraguas es insuficiente y todos viajamos empapados. Con aroma a perro mojado. Y el traslado se eterniza. Y dormimos con la cabeza echada atrás o colgando al frente, con la boca entreabierta y recargados sobre el hombro del vecino. O miramos durante el trayecto el paisaje gris, sucio, de construcciones inacabadas sobre los cerros pelones, fraccionados, sin servicios urbanos y tráfico lento, eternizado, con nubarrones al frente, sobre el parabrisas.

Ya en el transporte, de ida o retorno, olemos a perro mojado, a grasa y sudor y pies quemados por el calzado barato.

A cansancio y hambre, que no apetito: hambre, que se pretende saciar con taquitos de canasta que babean chorros de aceite crudo; con tamales y atole de arroz, ingeridos sobre la banqueta y entre la multitud que a paso lento ingresa al Metro; con descoloridas “jaletinas” aguachinadas y panes engordados a fuerzas de levadura…

En la página bibliodigitalibd. senado.gob.mx leemos: “La movilidad urbana en diferentes partes del orbe representa un reto a las políticas públicas subnacionales, a escala país y en el rubro internacional a fin de mejorar la calidad de vida de la población que requiere desplazarse para realizar sus actividades, a bajo costo, menor tiempo, eficiencia ecológica y seguridad”.

La movilidad urbana en el oriente de la zona metropolitana de la Ciudad de Mexico es, en temporada de lluvias, reflejo fiel de las políticas públicas nacionales, que atentan contra la productividad económica de la urbe; merman la calidad de vida de sus ciudadanos y el acceso a servicios básicos de salud y educación…

La Secretaría del Medio Ambiente de la Ciudad de México reconoce que hay más 4 millones de vehículos en circulación y un total de 22 millones de traslados ocurren cada día y se invierte 59 por ciento de tiempo extra en cada viaje. Viaje más alucinante que el de hongos alucinógenos o LSD, porque es cotidiano, impuesto por el capitalismo salvaje que a quienes menos tienen somete a la diaria tortura.

Esta realidad no la registran los estudios de movilidad urbana; si acaso señala que “la agenda social latinoamericana es, en esencia, una agenda de desarrollo urbano. Casi 80 por ciento de la población de la región vive en centros urbanos y se llegará a cerca de 90 por ciento en las próximas décadas.

Por ello, los esfuerzos para afrontar una mayor inclusión social y luchar contra la pobreza se concentran en atender las poblaciones residentes en las grandes ciudades”.

Mientras esa atención llega, la barata mano de obra que pernocta al oriente de la zona metropolitana se despabila, se quita las chinguiñas, ingiere una taza de café soluble y un pan duro; sale a la calle en tinieblas, atenta a los ruidos que emergen de las sombras, dispuesta a defenderse de un ataque, aunque sea a pedradas.

Completará el sueño arrullado entre frenazos y acelerones que el conductor de la pecerda o el microbio impone a la unidad, con ansia suicida para volver por uno y otro y otro viaje atestado de carne humana rumbo al paradero del Metro; masa que despierta y desciende para, a codazos, abrirse paso e integrarse a la marea humana mexiquense y chilanga que desborda el andén y a patada y trompón aborda el convoy y disputar un asiento para secarse la lluvia y continuar el sueño de los perpetuos humillados y ofendidos.