Así es un recorrido por la Selva Lacandona

 

Es una contribución a la revalorización ambiental y cultural


POR JULIETA SÁNCHEZ, PARA LA REVISTA CAMBIO DE CAPITALMEDIA

Recorrer la selva chiapaneca en compañía de quienes la han habitado desde tiempos ancestrales es una experiencia que contribuye a la revalorización ambiental y cultural de la herencia lacandona.

Son las seis de la mañana y el calor ya se siente en todo el cuerpo. Viajamos por carretera hacia el municipio de Ocosingo, donde se encuentra Frontera Corozal, en el estado de Chiapas. El aire acondicionado resulta insuficiente con una humedad del 65 por ciento.

A lo largo de los 163 kilómetros de recorrido, la vegetación exuberante se combina con zonas áridas y deforestadas. En algunos puntos a la orilla de la carretera, se levantan pequeños poblados con escuelas y tiendas donde ofrecen hasta gasolina, un bien escaso y preciado por estos caminos desconocidos para muchos mexicanos.

Después de casi tres horas, llegamos a la orilla del río Usumacinta, donde hay pequeñas construcciones de madera y techos de palma. Se deben pagar 20 pesos en la “Caseta de Cobro Ecoturística”, más 65 pesos por la entrada a Yaxchilán, y después 200 pesos por persona por la renta de una lancha.

Aquí por fin hay buena señal de internet, pero nuestra conexión con el mundo exterior apenas durará lo que tarden en asignarnos la lancha.

Unos minutos más tarde, navegamos por el río Usumacinta, que separa a México de Guatemala. De hecho, sólo 200 metros de río nos separan de Bethel, un poblado que está al otro lado de la frontera. Dejamos atrás las pequeñas chozas y nos internamos por una exuberante zona de vegetación; el conductor detiene la lancha y la acomoda en el margen izquierdo del río. Nos pide guardar silencio. De repente, algo emerge del agua y se vuelve a sumergir; enseguida un golpe sacude la lancha desde abajo. Es un cocodrilo que se camufla entre el color de ramas y el agua con tierra. Tras golpearnos, se aleja.

Cuarenta minutos de recorrido pasan antes de que lleguemos a Yaxchilán, donde la vegetación tiene diferentes tonalidades de verde. Nos sentimos envueltos por helechos, bromelias y musgos. Nos piden observar detenidamente las copas de los árboles (ceibas, cedros), que se elevan entre 20 y 40 metros.

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Un alarido rompe el silencio. El sonido es fuerte y atemorizante. Si es tu primera vez en la selva seguro te provocará un sobresalto. Después verás que se acercan algunos monos zaraguatos, a quienes les gusta gritar desde lo alto de los árboles; aunque son animales inofensivos, su sonido es impresionante. Pronto varias criaturas lo imitan; llegan más monos, que se columpian entre las ramas.

Una sensación nueva, tal vez un poco claustrofóbica, nos invade. Los rayos solares prácticamente no pueden atravesar el denso follaje de las copas de los árboles. Entre las sombras, vemos pasar a una madre zaraguata cargando a cuestas a su cría. Debemos seguir nuestro camino porque aún no hemos llegado a nuestro destino. Nos dirigimos al “edificio 19”, conocido también como El Laberinto, dentro de la Zona Arqueológica de Yaxchilán, aunque podemos recorrer en la oscuridad sus cuartos donde habitan pequeños murciélagos inofensivos, pues su dieta es a base de frutas.

Llegamos al edificio de la Gran Acrópolis, lugar estratégico de la cultura maya, y luego volvemos a tomar camino rumbo a Bonampak.

Cuarenta minutos después estamos en la localidad Lacanjá Chansayab. Este lugar pertenece a una comunidad lacandona integrada por 11 familias. Aquí viven 263 personas. 80 % de ellas participa del turismo, por lo que podría decirse que es su principal actividad económica. El resto se dedica a la agricultura.

En esta comunidad conocemos a Elías Chan Bor Yuk, presidente de la Cooperativa Jaguar Ojo Anudado II, quien nos lleva en su camioneta hasta Bonampak. Todavía faltan nueve kilómetros más por una vereda rodeada de árboles de cedro y palo de rosa. También hay caoba.

“Estamos reforestando esta zona”, explica Elías. Y es que la tala de árboles ha sido por años una de las principales amenazas para la conservación de la Selva Lacandona, de la cual apenas quedan unas 420 000 hectáreas. La depredación fue voraz sobre todo por que la caoba es considerada una madera preciosa; uno de los árboles más valiosos de América Latina.

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Pero otras actividades humanas, como la agricultura o la ganadería extensivas, introducidas sobre todo por pobladores de comunidades aledañas a la Reserva de Montes Azules, cerca del pueblo de Chajul, fueron también un factor determinante en la destrucción de este patrimonio natural.

Por ello, los lacandones de esta zona, que antes sembraban maíz, ahora ven el turismo de naturaleza como su única oportunidad de manutención.

Los lacandones necesitaron 15 años de planeación para consolidar esta propuesta ecoturística y que fuera sostenible. No sólo se trata de organizar excursiones para turistas, sino de trabajar a fin de mantener el entorno natural saludable y, por tanto, rentable. Han recibido capacitación como prestadores de servicios ecoturísticos y además, explican esto a quienes los visitan, transmiten esa conciencia y responsabilidad también al viajero.

Finalmente llegamos a Bonampak, que se encuentra cerca del río Lacanjá, y nos dirigimos al campamento, donde un sonido envolvente de agua nos hace voltear. A unos cuantos metros hay una cascada cuya brisa nos refresca el rostro. Pero vamos hacia el comedor, donde una sopa, un guisado acompañado de tortillas de maíz y agua de fruta nos saben a gloria. Las mujeres de la comunidad se encargan de cocinar. Y es que cada habitante de este terreno comunal tiene una labor en el campamento.

Por ejemplo, Daniel Chankin nos llevará a practicar rafting y a pasear por el río Lacanjá. Para ello, tendremos que adentrarnos más entre la densa vegetación selvática y cruzar algunos puentes hechos con madera. Si tenemos suerte, veremos algunos animales endémicos. Este lugar es el hogar de las guacamayas rojas, especie que tras haber estado en peligro de extinción hace 20 años, hoy se ha recuperado gracias a que los pobladores aledaños a la Reserva de Montes Azules participaron en programas de conservación y crianza a finales de los años 90. Pero cuidado, aquí también vive una de las serpientes más venenosas que existen en México, la nauyaca, por lo que debemos siempre tener mucho cuidado y mirar dónde pisamos.

Por desgracia, algunas especies todavía están amenazadas, ya sea por el impacto ambiental y el deterioro del ecosistema, como por el saqueo de traficantes de especies de fauna. Entre las más vulnerables se cuentan el hocofaisán, el quetzal y el jaguar.

Los pioneros

En los años cincuenta, el arqueólogo danés Frans Blom y la horticultora suiza Gertrude Duby fundaron en San Cristobal de las Casas un centro de investigación dedicado a la conservación del patrimonio cultural y ecológico de Chiapas. A partir de este, diseñaron un proyecto de investigación en torno a la selva y la cultura lacandona. Ellos fueron de los primeros extranjeros en entrar al territorio lacandón y se volvieron amigos de los indígenas. En los años ochenta este proyecto se convirtió en una asociación civil, y la que fuera su casa hoy en día es el Museo Na Bolom, donde además de promover la cultura lacandona y exhibir las piezas que los fundadores obtuvieron en sus expediciones de investigación durante años de viajes a la selva, también se ofrece hospedaje, estancias de investigación y se organizan viajes a la selva.

Tal como hacían los fundadores cuando llevaban investigadores y exploradores a la selva, en la asociación civil se organizan y venden estos viajes con un enfoque más académico que turístico. Los interesados pimero se hospedan en el hotel y luego son llevados a un campamento también operado por lacandones, en la selva. Con el dinero generado mantienen otros proyectos; resaltan el de reforestación, el Fondo Médico Lacandón y un programa artesanal maya que enseña a los artesanos a comercializar sus productos, mismos que incluso pueden adquirirse directamente con ellos, pues los ofrecen en el museo.

Las expediciones a la selva son encabezadas por Beatriz, o mejor dicho, doña Bety, como todos le dicen con afecto y respeto, por haber sido como una hija adoptiva para Fans y Gertrude. A sus 87 años, esta mujer sigue viajando al corazón de la selva, para compartir con los visitantes ese mundo que a ella misma la maravilló desde que era apenas una adolescente y que le hizo echar raíces tan profundas como las de las ceibas, esos árboles sagrados que velan por la paz y la supervivencia de los mayas lacandones.   

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GG