Una organillera en resistencia

 

La tradición musical se apaga poco a poco en el centro de la CDMX


A pesar del ruido de los motores de los automovilistas que circulan por el Zócalo capitalino, gritos de los vendedores ambulantes, las pláticas de los turistas nacionales y extranjeros que pasan por la Catedral Metropolitana, todo esto no es obstáculo para que se dejen escuchar las melodías tocadas por hombres y mujeres organilleros de uniforme caqui, tradición que poco a poco se apaga en la Ciudad de México.
“Es un arte popular en peligro de extinción, pero mientras me sigan dando propina, voy a seguir”, exclamó Verónica Jardines, mientras seguía dándole vuelta a la manivela de su órgano, que emitía en esos momentos “Amorcito corazón”, canción que cantaba Pedro Infante, en alusión a los cien años de su natalicio.

Recargada en las rejillas de la entrada de la catedral, con 45 años de edad y tres de ellos trabajando como organillera en pleno corazón de la Ciudad de México, Jardines dijo tener tres hijas que mantener y comentó que trabaja desde las nueve de la mañana hasta el anochecer, aunque después se va a su casa a preparar los alimentos para el otro día, y finalmente, a descansar.
Son ocho temas los que contiene su aparato, sostenido por un brazo de madera.

“‘Mi cariñito’, ‘El andariego’, ‘El jardín de los cerezos’, ‘Martha’, ‘Amorcito Corazón’ y ‘México lindo y querido’,  entre otras”, enlistó, sin dejar de mover su mano izquierda.
La organillera comentó que toda su familia ha ejercido esta profesión, desde su papá –que tiene 73 años– hasta sus cinco hermanos, quienes recorren las calles del Centro Histórico.
“Es la única herencia que nos va a dejar, porque no tuvimos estudios, más que la secundaria”, recordó con nostalgia.

La gente camina sin cesar, sale de todos lados, principalmente de las estaciones del Metro Zócalo, Bellas Artes, Allende, de la calle Francisco I. Madero, de la de 20 de Noviembre, 5 de Mayo o avenida Pino Suárez, rúas que recorre Verónica todos los días cargando el órgano de 65 kilogramos, llueva, truene, haga frío o calor,  buscando siempre deleitar con la música que se escucha del instrumento.

“Con las propinas que nos dan podemos pagar la renta diaria al dueño del organillo. Nos cobra 60 pesos diarios y gano de 150 a 400 pesos en una jornada, principalmente los fines de semana, cuando visita mucha gente el Centro Histórico”, comentó Verónica mientras una gota de sudor recorre su mejilla por el calor intenso que se sentía en esos momentos.

Sin embargo, los organilleros se quejan de que, cuando se instalan cerca de un restaurante o plaza comercial del centro, los meseros de inmediato les ofrecen billetes de 20 o 50 pesos para que se retiren del lugar, según, porque los jóvenes no disfrutan sus alimentos y no los dejan platicar entre ellos.

La organillera de oficio dijo que siempre es sonriente con la gente, principalmente con los turistas extranjeros, quienes, añade, “son quienes nos dan mejores propinas, nos toman fotos, nos felicitan y las personas mayores que al pasar recuerdan las melodías de antaño, se paran para escuchar, pero los jóvenes pasan ignorando la música del recuerdo”.

Vero, como le llaman con cariño sus compañeros organilleros, comentó que el ánimo de continuar moviendo la manivela de su mueble musical se lo da la “gente que pasa y me dice cosas bonitas, que se acuerdan de su época, que llevaban serenatas con estos aparatos, todo eso”.
Al despedirnos de Verónica, ella tocó el cilindro y la música se hizo escuchar en toda la “plancha” del Zócalo de la Ciudad de México, melodías que se pueden oír hasta el otro extremo a pesar del ruido de claxons, los silbatos de los policías que dirigen el tránsito y los vendedores ambulantes que pasan ofreciendo sus productos.