Santiago

 

El nivel de introspección en la ruta del Camino de Santiago es insospechado


Hay quien tiene un deseo para cuando muera. Es válido. Yo lo tenía para cumplirlo en vida y se me concedió: hacer el Camino de Santiago durante un mes de julio. Lo emprendí por la Ruta Portuguesa, aunque sólo cubrí cuatro de sus seis etapas, de Redondela a Compostela, pasando por Pontevedra, Caldas de Reis y Padrón; 80 kilómetros caminados en nueve días, parando en 19 albergues, en 10 para reponer agua y comer, y en ocho para, además, dormir. La solidaridad es sello común. Todos ayudan, nadie pide algo a cambio.

Te cruzas con muchos, y ninguno importuna.

La experiencia es estremecedora. No practico ningún credo religioso, pero el nivel de introspección logrado en la ruta es insospechado. Todo el tiempo acompañado de uno mismo hasta sostener, sin programarlo, un diálogo de profundidad jamás lograda antes.

Se repasa la niñez y la vida toda.

Regresaron mis abuelos, los silenciosos y los cantadores, mi madre niña y mi padre adusto, mis hijos y mis amigos. Es un psicoanálisis autoaplicado. De pronto recuerdas episodios aparentemente perdidos de la memoria, cuya nitidez de retorno es luminosa.

La entrada a Santiago es culminación y comienzo.

Termina la ruta, pero inicia otra forma de ver la vida. No mística en mi caso, sino rediseñada. Las importancias se relativizan, pero la gradación de prioridades se reconforma. Dejas de lamentar lo no hecho, comprendes lo transitorio y asumes tu relevancia.

Cuando posas las manos en el pórtico de peregrinos de la Catedral de Santiago, y ves oscilar el Botafumeiro, entiendes que aprobaste tu propia evaluación.

Dejas de lamentar, con Dulce María Loynaz, no ser fugitivo y eterno como el río, pero suscribes, como si lo hubieras escrito tú mismo, aquel verso suyo: “Está bien lo que está; sé que todo está bien.”

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