Oficios insólitos…

 

Hay dos profesiones cuyo origen, a pesar del creciente número de sus practicantes, se me pierde en el tiempo, en la memoria y resalta mi ignorancia


Hay dos profesiones cuyo origen, a pesar del creciente número de sus practicantes, se me pierde en el tiempo, en la memoria y resalta mi ignorancia.

Hace algunos años, se presentó en mi oficina de la dirección de Milenio semanal, una indignada señorita que escribía una columna semanal de análisis presuntamente político.

Gritó, manoteó y amenazó porque había retirado su colaboración correspondiente al número por salir. Se le había sugerido una sustitución que no aceptó, sino que le sirvió para esgrimir los sacrosantos argumentos de la libertad de quién escribe.

No permitió exponer un sólo argumento o razonarle el porqué de mi decisión. Remató con un despectivo “no acepto correcciones porque yo soy universitaria, soy profesionalmente politóloga y ustedes no”.

Quise aclararle que las páginas de un medio no se entregan en propiedad a cada colaborador, y que hay ciertas normas éticas por respetar, según los criterios del editor.

No fue suficiente para calmar su ardor. Y tampoco para aceptar su responsabilidad como usuaria de un espacio público: dejar de lado los asuntos puramente personales, las inquinas entre parejas que no pueden ser sustitutivas de asuntos de interés público. Esto es, sacar a la luz un pleito íntimo que no importa en ninguna medida ni afecta a la sociedad, no es válido.

No lo admitió, por lo que primero se refugió en Milenio y muy pronto emprendió la larga marcha a otro medio, donde creo que sigue.

Por cierto, ni aclaró ni pude conocer el centro de altísimos estudios donde en México se cursa la carrera de politólogo.

Otro caso fue el de un joven y talentoso músico –creador con otros locos como él–, de una página en Milenio semanal donde se distorsiona la información con un sentido festivo, lúdico, informal, que resulta muy grato.

Por petición de un amigo suyo, decidió insertar en el semanario un “cuentecillo” con poema de un niñito de diez años. No se trataba del descubrimiento de un genio, sino de la posibilidad de desperdiciar un espacio para que el infante presumiera con sus cuates su apertura al mundo de las letras.

Le pedí que no lo hiciera; como suele suceder con los recién llegados al mundo de los medios; en tono altanero me dijo que el espacio era suyo y él decidía qué se publicaba allí o no.

Expliqué que como director era mi responsabilidad, y claro que no iba a empezar a ocupar el espacio con tareas de preprimaria.

Se exaltó hasta casi violentarse, pero ante mi indiferencia decidió acudir a instancias superiores.

Fue con el director general, Carlos Marín, al que luego de exponerle mi arbitrariedad, con voz engolada y recalcando cada sílaba, le indicó que no permitiría que tocaran su página.

Y para que fuera más claro su argumento, le informó a Marín que él no era un “pinche periodista”, sino un comunicador.

Se desataron todas las furias del averno; el director le exigió que le informara donde existe la carrera de comunicador y qué era lo que la hace superior a “un pinche periodista”; además le ratificó que ni éramos periódico escolar ni entregábamos páginas en propiedad y que, para aplicar criterios, estaba el director, yo.

Asunto concluido, poco después se fue con su música a otra parte.

En el primer caso, hablo de Yuriria Sierra, la ya cercana moderadora del diálogo presidencial.

En el segundo, de Fernando Rivera Calderón, hoy estrella del canal universitario con un espacio musical y de comentarios que bien cabrían en cualquier otro medio informal.

Me entero que actualmente, algunas escuelas de periodismo –para darse taco– evaden la palabra periodismo y hoy ofrecen la carrera de comunicación colectiva. Viste más, desde luego.

Antaño comunicación era, por ejemplo, descolgar el teléfono, marcar el número de alguien, responder y dialogar. Ya se habían comunicado. Lo otro era informar.

Los tiempos cambian, sin duda alguna…