POEMAS CARLOS PELLICER

 

HORAS DE JUNIO Vuelvo a ti, soledad, agua vacía, agua de mis imágenes, tan muerta, nube de mis palabras, tan desierta, noche de la indecible poesía. Por ti la misma sangre –tuya y mía— corre el alma de nadie siempre abierta. Por ti la angustia es sombra de la puerta que no se abre de […]


HORAS DE JUNIO

Vuelvo a ti, soledad, agua vacía,

agua de mis imágenes, tan muerta,

nube de mis palabras, tan desierta,

noche de la indecible poesía.

Por ti la misma sangre –tuya y mía—

corre el alma de nadie siempre abierta.

Por ti la angustia es sombra de la puerta

que no se abre de noche ni de día.

Sigo la infancia en tu prisión, y el juego

que alterna muertes y resurrecciones

de una imagen a otra vive ciego.

Claman el viento, el sol y el mar del viaje.

Yo devoro mis propios corazones

y juego con los ojos del paisaje.

Junio me dio la voz, la silenciosa

música de callar un sentimiento.

Junio se lleva ahora como el viento

la esperanza más dulce y espaciosa.

Yo saqué de mi voz la limpia rosa,

única rosa eterna del momento.

No la tomó el amor, la llevó el viento

y el alma inútilmente fue gozosa.

Al año de morir todos los días

los frutos de mi voz dijeron tanto

y tan calladamente, que unos días

vivieron a la sombra de aquel canto.

(Aquí la voz se quiebra y el espanto

de tanta soledad llena los días.)

Hoy hace un año, Junio, que nos viste

desconocidos, juntos, un instante.

Llévame a ese momento de diamante

que tú en un año has vuelto perla triste.

Álzame hasta la nube que ya existe,

líbrame de las nubes, adelante.

Haz que la nube sea el buen instante

que hoy cumple un año, Junio, que me diste.

Yo pasaré la noche junto al cielo

para escoger la nube, la primera

nube que salga del sueño, del cielo,

del mar, del pensamiento, de la hora,

de la única hora que me espera.

¡Nube de mis palabras, protectora!

 

DESEOS

Trópico, para qué me diste

las manos llenas de color.

Todo lo que yo toque

se llenará de sol.

En las tardes sutiles de otras tierras

pasaré con mis ruidos de vidrio tornasol.

Déjame un solo instante

dejar de ser grito y color.

Déjame un solo instante

cambiar de clima el corazón,

beber la penumbra de una cosa desierta,

inclinarme en silencio sobre un remoto balcón,

ahondarme en el manto de pliegues finos,

dispersarme en la orilla de una suave devoción,

acariciar dulcemente las cabelleras lacias

y escribir con un lápiz muy fino mi meditación.

¡Oh, dejar de ser un solo instante

el Ayudante de Campo del sol!

¡Trópico, para qué me diste

las manos llenas de color!

 

ESQUEMAS PARA UNA ODA TROPICAL

A JORGE CUESTA

La oda tropical a cuatro voces

ha de llegar sentada en la mecida

que amarró la guirnalda de la orquídea.

Vendrá del Sur, del Este y del Oeste,

del Norte avión, del Centro que culmina

la pirámide trunca de mi vida.

Yo quiero arder mis pies en los braceros

de la angustia más sola,

para salir desnudo hacia el poema

con las sandalias del aire que otros poros

inocentes le den.

A la cintura tórrida del día

han de correr los jóvenes aceites

de las noches de luna del pantano.

La esbeltez de ese día

será la fuga de la danza en ella,

la voluntad medida en el instante

del reposo estatuario,

el agua de la sed

rota en el cántaro.

Entonces yo podría

tolerar la epidermis

de la vida espiral de la palmera,

valerme de su sombra que los aires mutilan,

ser fiel a su belleza

sin pedestal, erecta en ella misma,

sola, tan sola que todos los árboles

la miran noche y día.

Así mi voz al centro de las cuatro

voces fundamentales

tendría sobre sus hombros

el peso de las aves del paraíso.

La palabra Oceanía

se podría bañar en buches de oro

y en la espuma flotante que se quiebra,

oírse, espuma a espuma, gigantesca.

El deseo del viaje,

siempre deseo sería.

Del fruto verde a los frutos maduros

las distancias maduran en penumbras

que de pronto retoñan en tonos niños.

En la ciudad, entre fuerzas automóviles

los hombres sudorosos beben agua en guanábanas.

En la bolsa de semen de los trópicos

que huele a azul en carnes madrugadas

en el encanto lóbrego del bosque.

La tortuga terrestre

carga encima un gran trozo

que cayó cuando el sol se hacía lenguas.

Y así huele a guanábana

de los helechos a la ceiba.

Un triángulo divino

macera su quietud entre la selva

del Ganges. Las pasiones

crecen hasta pudrirse. Sube entonces

el tiempo de los lotos y la selva

tiene ya en su poder una sonrisa.

De los tigres al boa

hormiguea la voz de la aventura

espiritual. Y el Himalaya

tomó en sus brazos la quietud nacida

junto a las verdes máquinas del trópico.

Las brisas limoneras

ruedan en el remanso de los ríos.

Y la iguana nostálgica de siglos

en los perfiles largos de su tiempo

fue, es, y será.

Una tarde en Chichén yo estaba en medio

del agua subterránea que un instante

se vuelve cielo. En los muros del pozo

un jardín vertical cerraba el vuelo

de mis ojos. Silencio tras silencio

me anudaron la voz y en cada músculo

sentí mi desnudez hecha de espanto.

Una serpiente, apenas,

desató aquel encanto

y pasó por mi sangre una gran sombra

que ya en el horizonte fue un lucero.

¿Las manos del destino

encendieron la hoguera de mi cuerpo?

En los estanques del Brasil diez hojas

junto a otras diez hojas, junto a otras diez hojas,

de un metro de diámetro

florean en un día, cada año,

una flor sola, blanca al entreabrirse,

que al paso que el gran sol del Amazonas

sube,

se tiñe lentamente de los rosas del rosa

a los rojos que horadan la sangre de la muerte;

y así naufraga cuando el sol acaba

y fecunda pudriéndose la otra primavera.

El trópico entrañable

sostiene en carne viva la belleza

de Dios. La tierra, el agua, el aire, el fuego,

al Sur, al Norte, al Este, y al Oeste

concentran las semillas esenciales

el cielo de sorpresas

la desnudez intacta de las hojas

y el ruido de las vastas soledades.

La oda tropical a cuatro voces

podrá llegar, palabra por palabra,

a beber en mis labios,

a amarrarse en mis brazos,

a golpear en mi pecho,

a sentarse en mis piernas,

a darme la salud hasta matarme

y a esparcirme en sí misma,

a que yo sea, a vuelta de palabras,

palmera y antílope,

ceiba y caimán, helecho y ave-lira,

tarántula y orquídea, zenzontle y anaconda.

Entonces seré un grito, un solo grito claro

que dirija en mi voz las propias voces

y alce de monte a monte

la voz del mar que arrastra las ciudades

¡oh trópico!

y el grito de la noche que alerta el horizonte.

NTX/RML/LIT19