Indígena huasteca, de empleada del hogar a investigadora universitaria

 

Por Plácido Meléndez Rodríguez. Corresponsal Monterrey, 18 Mar (Notimex).- Atrás quedó la infancia entre la milpa, la molienda de la Huasteca Potosina y los avatares del trabajo duro como empleada del hogar, hoy Julieta Martínez Martínez, como docente e investigadora universitaria, es un ejemplo de entereza y superación en tierras regiomontanas. La también defensora de […]


Por Plácido Meléndez Rodríguez. Corresponsal

Monterrey, 18 Mar (Notimex).- Atrás quedó la infancia entre la milpa, la molienda de la Huasteca Potosina y los avatares del trabajo duro como empleada del hogar, hoy Julieta Martínez Martínez, como docente e investigadora universitaria, es un ejemplo de entereza y superación en tierras regiomontanas.

La también defensora de los derechos de mujeres y niñas migrantes indígenas, como presidenta de la asociación civil, Zihuakali, Casa de la Mujer, en entrevista con Notimex, rememoró aquellos tiempos cuando a sus 11 años sus padres la entregaron para laborar con una familia en Tamazunchale, San Luis Potosí, para después llegar a Monterrey

Nacida un 30 de julio de 1988, en la comunidad de Altamira, San Antonio, San Luis Potosí, dentro de la región Huasteca, la cual concentra 100 por ciento población indígena téenek o huasteca, “se habla muy poco español, incluso en las escuelas también es la lengua materna, actualmente han llegado maestros en español, pero antes era en téenek”.

En su comunidad de origen, sus habitantes se dedican a la molienda de caña para la elaboración de piloncillo y azúcar granulada y a la siembra de maíz, entre otros cultivos básicos como calabaza y cilantro.

“Yo salí de mi comunidad muy chica, como a los 11 años, todavía no terminaba la primaria, cuando una maestra habló con mis padres y pidió, o no sé si pidió permiso, realmente yo no supe, porque era muy pequeña, habló con ellos, para llevarme a trabajar con ella”, recordó.

“Con esta familia, a veces me pagaban y a veces no me pagaban y lo que pagaban, era nada, como 100 pesos a la semana”, refirió la hoy investigadora y catedrática en la Universidad Regiomontana (U-ERRE), en áreas de Psicología, Desarrollo Humano e Investigación.

“Ya desde que salí de mi casa, ya nunca volví a regresar, iba en las vacaciones, pero iba y venía, terminé mi secundaria –en Tamazunchale- y fue cuando me vine para Monterrey, como a los 15 años, mi hermana ya estaba aquí, me dijo que era distinto el pago, que sí era seguro, que te pagaban por semana, igual en casa”, dijo.

Sin embargo, al emplearse en una casa regiomontana, ya no tuvo la posibilidad de continuar sus estudios, al padecer encierro, discriminación, “porque no veía por dónde o cómo se le podía hacer, mi hermana estaba trabajando independiente y ya alejadas de nuestras familias y excluidas de todo lo que ocurría afuera”, señaló.

A diferencia de su primer empleo, en San Luis Potosí, cuando interactuaba con la familia, “ya estando aquí, sí era muy difícil, porque aquí sí te ponían los límites, sí te marcaban qué podías hacer, qué podías agarrar, qué podías comer, cómo te tenías que comportar con los hijos, con los patrones, entre comillas, y era más complicado”, abundó.

“Aparte no te dejaban salir ni a la tienda, no podía salir de la casa, más que a sacar la basura o para limpiar la banqueta, era estar encerrada, aunque no quería entrar, no tenía otra opción, no tenía donde quedarme, no tenía para pagar una renta, no tenía cosas, es decir, una cama, una estufa, lo único que tenía era un par de piezas de ropa”, expuso.

Martínez Martínez decidió buscar nuevos empleadores, sin importar sueldo, buscó sólo techo y trabajo, toda vez que también a su hermana le prohibieron sus patrones recibirla, por lo que vino la separación.

Al llegar a otra casa, “donde duré 11-12 años trabajando”, aunque eran largas y duras las jornadas laborales, con un sueldo bajo, al menos su empleadora le recomendó “forjarme un futuro” y estudiar en sus días de descanso, “los domingos, porque entre semana no hay posibilidad de que vayas, tienes que atender la casa”.

En ese tiempo, recordó que todo su dinero ganado lo enviaba a sus padres para contribuir al sostén de una familia conformada por 12 hermanos, los cuales en su mayoría estuvieron en albergues distintos, lo cual agudizó el desvínculo entre ellos.

Contrario a la recomendación de su “patrona” de estudiar cocina o algo relacionado con sus mismas actividades del hogar, Inicialmente tomó un diplomado de Informática en Computación, sin saber nada de nuevas tecnologías, logró buenas notas.

Su empleadora le ayudó a investigar en torno a preparatoria abierta y al no lograr su ingreso a la Universidad Autónoma de Nuevo León, se inscribió en la U-ERRE, para lo cual le dieron permiso de “salir un día a la semana, pero no más, y eso me lo tienes que recuperar”, le dijeron.

Por ello, en lugar de cursar el nivel medio superior en dos años, se tardó tres y medio, aunque en la universidad privada logró una beca al 100 por ciento, al alcanzar promedios superiores al 95, “fue muy difícil, porque era tener la casa bien limpia, bien atendidos, dejar todo cubierto, para poder estar allá, pero acá tenía que cumplir con la calificación”, prosiguió.

Esto la motivó a buscar hacer una carrera universitaria, en el área de Psicología, para lo cual negoció tiempos en su empleo de casa, “me fui a seis años, cuando la carrera era de tres años y medio”, aunque ya en los últimos tetramestres ya quería cambiar de trabajo, pero “tenía mucho miedo de salir de la casa”.

Para ese entonces, en la U-ERRE Julieta ya tenía una propuesta de trabajo como investigadora, becada por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), “yo ya tenía el trabajo como seguro, pero aun así tenía mucho miedo, de que como siempre había limpiado casas, no sabía si lo que me iban a pedir, yo lo iba a poder hacer”.

Su beca en el Centro de Estudios Interculturales de la U-ERRE incluía dar clases en la institución de educación superior, “para mí fue muy difícil, porque muchos de los alumnos tienen trabajadoras del hogar en su casa, yo sentía que en cualquier momento se iban a dar cuenta que yo no podía ser su maestra”, comentó.

“Ese era como mi pensar, como siempre había limpiado casas, yo todavía no me podía quitar el chip de que ahora ya no limpio casas, ahora soy maestra y soy investigadora, tardé mucho tiempo en asimilarlo y cambiarme el chip y asumir el papel de maestra”, expresó.

“Sí me daba mucho miedo, incluso, cuando yo estudiaba ahí, cada vez que nos presentábamos, que íbamos a iniciar un nuevo curso o una nueva materia, la típica presentación, a mí se me dificultaba mucho porque yo decía, cómo digo, porque me da miedo que me discriminen, que me excluyan, que me critiquen”, mencionó.

“Yo no podía decir que era una mujer indígena, yo no podía decir que mi trabajo era limpiar la casa o empleada doméstica, como el término en ese tiempo se conocía, porque me daba miedo, eran muy pocos los que sabían que yo limpiaba casas”, prosiguió.

“Yo pensaba en téenek, se me dificultaba mucho hablar el español, y todavía, llevaba muchos años escuchando español, pero para redactar, yo batallaba muchísimo, en los ensayos estaban todos incongruentes, de hecho, el profesor que me dio seguimiento para mi tesis, se daba cuenta, por ejemplo, en vez de decir ‘el perro’, decía ‘la perro’, así redactaba”, mencionó.

A la presidenta de Zihuakali le recomendaron ir con un neuropsicólogo, sin conocer que el problema estaba en su origen indígena, pero a partir de la lectura fue superando dichos problemas de lenguaje e incluso ya publicó un artículo científico y dejó atrás sus inseguridades iniciales como docente al ver que “sí se podía”.

Posteriormente realizó prácticas en dicha asociación civil, a la cual llegó como voluntaria y promotora, sin pensar que en 2017 sería nombrada para dirigir la organización en pro de los derechos de las mujeres indígenas.

A la par, la joven mujer indígena de 30 años de edad, inició una maestría en Educación, dentro de la misma beca del Conacyt, para apoyar una investigación hacia comunidades indígenas.

Todos estos años fuera de su comunidad de origen la hicieron perder porcentaje de su lengua materna y el vínculo con sus padres y hermanos, por lo que colaborar con proyectos como estos, le permite “reconectar con mis orígenes, con mi lengua, con mi cultura, otras culturas y entonces empiezo a recuperarla”.

“Poco a poco, ha sido mucho aprendizaje, mucha retro también de las personas que de alguna manera han influido en mi carrera, en mi formación, en mi desarrollo, incluso también la señora con la que trabajé muchos años, mantengo el vínculo, yo valoro mucho que me dijo que tenía que estudiar, para forjar mi futuro”, resaltó.

En el marco del Día Internacional de la Mujer, la activista potosina dijo estar satisfecha de sus logros, pero “todavía me falta mucho por recuperar de mis orígenes”, aunque ello llevará tiempo.

“He estado tanto tiempo fuera que ya no me puedo integrar como antes, cuesta y cuesta mucho, porque eso también duele, porque al final no tengo comunidad, aquí no tengo quien me respalde, ni haces sentido de pertenencia”, consideró.

Al final su recomendación a integrantes de comunidades indígenas que vienen a la ciudad en busca de nuevos horizontes, es “que no pierdan el vínculo”, lo cual mantienen más los hombres que las propias mujeres.

“Tienen que aprovechar su estancia en la ciudad para mejorar las condiciones de su vida y de la comunidad, solamente que ahí ya son otros retos”, puntualizó.

 

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