Cinco años sin Eduardo Galeano

 

El hogar montevideano del gran autor uruguayo se encuentra en camino de convertirse en un museo, pero las dificultades económicas no permiten que se lleve a cabo


Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Noam Chomsky, Caetano Veloso, Chico Buarque Elena Poniatowska son algunas de las personalidades que forman la Asociación internacional de amigos de Eduardo Galeano, tan ecléctica como convencida por un mismo fin: que la casa del escritor y periodista uruguayo se convierta en un centro cultural.

Hasta su muerte -de la que hoy se cumplen cinco años– y desde 1985 cuando volvió del exilio, Eduardo Galeano vivió en una casa en Malvín, un elegante barrio al sureste de Montevideo, cerca de la costa. Propiedad que la viuda del escritor, Helena Villagra, quiere poner a la venta pero con la condición de que sea preservada como patrimonio cultural y no que termine convertida en un estacionamiento. Es el lugar donde el autor de La trilogía del fuego produjo obra durante tres décadas, donde están sus libros y archivos, muebles y documentos, acopio de toda una vida de experiencias y viajes por su amada Latinoamérica.

Las puertas del Café Brasilero abrieron en 1887. Fue el primero en ser declarado de interés cultural y es el más antiguo de la Ciudad Vieja. Por sus paredes, cuelgan fotos y recortes de Galeano Benedetti. Imágenes de Carlos Gardel y de antiguos edificios montevideanos. Caminar por ahí es como moverse por un lugar donde todo es nostalgia. Es escuchar el rumor suave de la conversación, el crujir de los antiguos tablones del piso. Es buscar sobre la mesa un E y una G marcadas con algún cuchillo, tal vez una señal. Pero Galeano se fue de viaje. Y sólo queda el vacío.

“Quise, quiero, quisiera/ que en belleza camine/ que haya belleza delante de mí/ y belleza detrás/ y debajo/ y encima/ y todo a mi alrededor sea belleza/ a lo largo de un camino de belleza que en belleza acabe. Es el canto de la noche, del pueblo navajo: el poema final de Eduardo Galeano, antes de su último viaje. Todos en el Café Brasilero lo echan de menos. El café con leche de las mañanas, las medias lunas, el jugo de naranja, las mozas (meseras), los libros, la primavera. Aquella mesa de madera que fue siempre su lugar, pegada a la puerta y con vista a la esquina, donde las ilusiones de verlo están rotas.

Alguna vez, en una de sus caminatas interminables, Galeano se detuvo para ver un partido de futbol en la calle. Los chicos que lo vieron a lo lejos dijeron: mira, ahí está Picasso. Y Picasso les pintó mejor que nadie al deporte que sacaba lo peor y lo mejor del alma humana. Les contó cómo podía ser explotado, y cómo servía de alivio y de esperanza. Lo buscaron muchas veces para contraatacar a otros escritores, pero él, como buen uruguayo, le escapó siempre al ruido. Supo siempre en qué equipo y en qué cancha jugar. Hasta el final de sus días.