Viendo en persona cómo arde un símbolo en el centro de París

 

PARÍS (AP) — Empecé a correr hacia la fuente de humo amarillo sin saber lo que era, sólo que salía de la isla en el centro del Sena, en el corazón de buena parte de la historia de París. Pasando ante librerías y cafeterías, di la vuelta a la esquina para ver las llamas que […]


PARÍS (AP) — Empecé a correr hacia la fuente de humo amarillo sin saber lo que era, sólo que salía de la isla en el centro del Sena, en el corazón de buena parte de la historia de París. Pasando ante librerías y cafeterías, di la vuelta a la esquina para ver las llamas que salían del techo de la catedral de Notre Dame. Respiré hondo y me froté los ojos irritados por el humo.

En ese momento, las calles que llevaban a la catedral, a unos 400 metros (yardas) seguían abiertas y el fuego parecía como si fuera a convertirse sólo en una cicatriz más en un edificio que ya ha sobrevivido a muchas otras cosas.

Al principio había una decena de peatones reunidos, que veían las llamas avanzando hacia la nave. Pronto eran centenares los que observábamos con tristeza el humo alzándose de uno de los símbolos más reconocibles de Francia.

La catedral de casi 900 años ha sobrevivido a la Revolución Francesa, la ocupación nazi y un sinfín de acontecimientos antes y después. Ahora, sus cenizas caían del cielo en copos grises mojados por mangueras contra incendios que empezaban a parecer inútiles conforme el fuego se extendía a otras partes del edificio.

Preocupados por la creciente multitud, los policías gritaban hasta quedarse sin voz pidiendo a la gente que retrocediera y dejara espacio a las decenas de camiones de bomberos que llegaban con las sirenas puestas, pero París está en plena temporada turística. Entre los cientos de personas que murmuraban a mi alrededor oí siete u ocho idiomas reconocibles y otros menos familiares. Nadie podía apartar la mirada de la catedral en llamas.

En el metro, el conductor advirtió que la estación Cite estaba cerrada por orden policial.

“Ni siquiera pueden decir que se trata de Notre Dame”, dijo un anciano al cruzar el andén.

Para los escolares de París, Notre Dame es una excursión obligatoria. Una clase de la escuela de mi hija tomó el metro hacia Cite el lunes por la tarde, sin duda revoltosos y protestando todo el camino. Casi con certeza están entre los últimos en varios años que vieron la grandiosa penumbra de la catedral, que doblaron el cuello para ver los rosetones y decidieron si encendían una vela.

Para los turistas es un elemento tan obligado como la torre Eiffel, y resulta mucho más fácil entrar, pero pocos son los visitantes que pueden presumir de haber subido los 380 escalones hasta arriba, con las gárgolas tan cerca que casi se pueden tocar sus muecas para imaginarse como un Quasimodo moderno, el jorobado creado por Víctor Hugo que protegía a los monstruos tan parecidos a él. Sólo un puñado de personas podía visitar cada día la zona elevada del órgano y su antecámara.

Para muchos de los que viven en París, Notre Dame es una encantadora pieza de las vistas, que en el frenesí cotidiano es fácil pasar por alto. También es el telón de fondo de muchas escenas de la vida de la ciudad. Su gran plaza es donde van muchos a esperar en fila para obtener sus tarjetas de residencia o rellenar un reporte en la prefectura de policía. La benigna sombra de sus torres cae sobre nosotros cuando llevamos documentos al tribunal y salimos para tomarnos un respiro.

Ahora, el olor a madera chamuscada llega hasta el borde de la ciudad.

“En el rostro de esta reina envejecida de nuestras catedrales, junto a una arruga, uno siempre encuentra una cicatriz”, escribió Victor Hugo en su descripción del edificio.

Ahora, los que presenciamos el incendio del lunes nos sacudimos las cenizas de esta historia de París de nuestro pelo y nuestras ropas y nos preguntamos cuán profunda será esta herida.