Cercados

 

Las rejas siempre impiden avanzar, nos perdimos la confianza, deberá abrevarse de nuevo en la sabiduría ancestral


Rubén Lara León

 

Recrea Juan Villoro en una de sus crónicas extraordinarias la conversación sostenida con un integrante del Consejo de Ancianos de un grupo étnico que lo impactó profundamente por el estricto respeto a las normas de la comunidad por parte de sus miembros. Se regían con códigos exactos en sus relaciones comerciales, sociales, políticas, civiles, religiosas y comunitarias en general.

Cuando pidió acceso a las fuentes de tales normas, su sorpresa fue enorme al enterarse de la inexistencia de documentos concentradores de tanta sabiduría. Al inquirir sobre esa circunstancia, recibió una respuesta a la vez maravillosa y conmovedora: No las registramos porque si lo hiciéramos significaría que nos perdimos la confianza en nosotros mismos.

Este extraordinario pasaje sirve para contrastar la sobrerregulación a la que, en su afán de controlar cada parte de nuestra vida, nos someten autoridades de toda laya. En la CDMX, por ejemplo, una norma específica prohíbe manejar con una sola mano, así sea por lapsos mínimos para cosas tan elementales como rascarse, quitarse el cabello de la cara o cambiar de velocidad. Estamos obligados a circular, muchas veces en una misma cuadra a 20, 30 o 50 kilómetros, si se cruza una escuela, un hospital o si hay paso libre. En caso contrario la ominosa y orwelliana cámara de fotomultas registra inmediatamente la imagen del transgresor, aun cuando sea literalmente imposible observar ese súbito paso de 50 a 20 km, y en menos de veinte metros regresar al origen. Hay muchos ejemplos, todos derivan de la mente represora del peor gobierno de esta ciudad en los últimos 50 años de su historia. El afán de controlar sumado a la ambición desmedida por multiplicar los ingresos nos convirtió en sus rehenes. Han sido casi seis años de cerco. Las rejas siempre impiden avanzar, nos perdimos la confianza, deberá abrevarse de nuevo en la sabiduría ancestral.