Cuatro días sin agua

 

Valeria Galván Una ciudad sin agua. Esperen, ¿estoy bien? Una ciudad… ¿sin agua? Parece una especie de pregunta capciosa. Antes de responder, repítelo. Es incoherente, ¿no? Vayamos con san Google a preguntarle sobre la palabra ciudad. Bien: etimológicamente deriva del latín civitas y el sufijo -dad, que significa afinidad, serenidad y dignidad. Entonces esto me da a entender que […]


Valeria Galván

Una ciudad sin agua. Esperen, ¿estoy bien? Una ciudad… ¿sin agua? Parece una especie de pregunta capciosa. Antes de responder, repítelo. Es incoherente, ¿no?

Vayamos con san Google a preguntarle sobre la palabra ciudad. Bien: etimológicamente deriva del latín civitas y el sufijo -dad, que significa afinidad, serenidad y dignidad. Entonces esto me da a entender que quienes vivimos en la ciudad deberíamos tener una calidad de vida digna y tranquila; no deberíamos preocuparnos por pequeños detalles, como la falta de agua por reparaciones o mantenimiento.

La vida puede ser todo, se puede dar el lujo de presentarnos panoramas inverosímiles en nuestras narices y obligarnos a verlos como algo normal.

¿Qué pasa cuando la imperfección de las condiciones en las que nos encontramos da lugar a situaciones fuera de control?

Todo comenzó cuando nos anunciaron el megacorte de agua. De repente fue como si una trompeta en el cielo anunciara el Apocalipsis, un apocalipsis que pasaría en 100 años. Lo tomamos un poco a la ligera, y como buenos amantes del “ahorita” continuamos con nuestra vida cotidiana y feliz.

Los días transcurrieron y los friendly reminders por parte de las autoridades se hicieron cada vez más constantes, entonces sucedió lo de siempre: dejamos todo para el final y un día antes de la fecha oficial de corte salimos de la madriguera a conseguir botes, cubetas, tambos o lo que nos sirviera con el fin de acumular el líquido vital.

Como nuestras clases básicas de economía nos decían “a mayor demanda, mayor costo”, los precios de las lindas cubetitas de plástico se dispararon como si estuviéramos comprando agua previo a la catástrofe; es una antítesis del buen fin (que ya está cerca, por cierto, y nos regresará la felicidad perdida en estos días). Algo que pocas veces consideramos una compra útil de repente es todo lo que nos interesa tener y estamos dispuestos a pagar hasta cinco veces su precio.

Pasó como era de esperarse. Los vendedores y distribuidores de plásticos hicieron su agosto, agosto que ha sido mermado por las múltiples campañas de ¡no al plástico!Ironías de la vida.

Ironía la de despedirnos por casi cuatro días de un recurso tan peleado, protegido, valioso, que al mismo tiempo sigue siendo desperdiciado y contaminado para decirle “¡hola, bienvenido!” al material más utilizado para contenerlo y administrarlo en días de Apocalipsis: el aborrecido y letal plástico.

Llegó el día del megacorte, el día que nos recordó lo vulnerables que somos (hablando de los que no carecemos día con día), que vivimos en el “ahorita”, que pagamos lo que sea con tal de no perder el confort y la estabilidad de nuestra vida sencilla, inmediata y amable, que pensamos que la zona oriente de la ciudad (acostumbrada al apocalipsis) sólo es una leyenda urbana alejada de nosotros.

Ha bastado con decirnos ¡cuatro días! (me acordé de Samara de la película El aro) para vulnerar nuestro control. ¿Es esta una prueba de que la palabra ciudadanos nos queda grande?

Tal vez esto es un recordatorio para todos de que la base de toda civilización radica en la educación, y esta no dicta la falta de empatía, el abuso por parte de los comerciantes ni el amor tan grande por el “ahorita”.

 

*Buscadora de historias urbanas de sus contemporáneos millennials. Ponte atento, tu historia puede ser la próxima.

@valeria_galvanl