El maestro inolvidable

 

Muy insistente en el manejo correcto del lenguaje escrito


José Trinidad Gallardo, tal su nombre. Moreno, bajo de estatura pero siempre correctamente vestido, el traje con chaleco, la corbata perfecta, los cabellos rebeldes pero impecables pese al intento de peinado y, con frecuencia, el aroma inconfundible al elixir tarasco: la charanda.

El maestro Gallardo llevó a un grupo de alumnos bastante numeroso del tercero al sexto año de primaria. Puedo decirlo sin presunción porque para eso sirve la historia, en este caso son bastantes los registros escolares y la revista que editábamos periódicamente y en la que se escribía libremente, a condición de manejar con decencia la gramática española.

Fue el grupo escolar más capacitado, el único que ingresó a secundaria sin reprobados en los exámenes de admisión y con altas calificaciones.

Entendible. El maestro Gallardo lograba –sin imponer– que sus educandos asistieran en vacaciones a su casa, donde su esposa nos surtía generosamente con chocolate hecho a mano, con galletas horneadas por ella misma. Un par de horas tres veces a la semana eran suficientes para repasar lo aprendido y adelantar lo que veríamos en el siguiente grado.

Muy insistente en el manejo correcto del lenguaje escrito y exigente en el mantenimiento de la parcela escolar, se preocupaba hasta por el bienestar familiar de sus alumnos. Fui pionero en el uso de huaraches, insólito e inadmisible en un centro escolar urbano, o casi, por lo que el maestro llamó a mi madre a la que, gentil cómo era, le informó que pensaba hacerme un regalo: unos zapatos.

Mis huaraches los atribuyó a una indiscutible crisis económica. Provocó una crisis, esa sí de llanto en doña Elena que todavía en la noche no cesaba. Cuando se lo comentó a don Alfonso, mi padre, provocó otra crisis aunque ésta de risa. Y yo seguí usando mis amados huaraches, adquiridos con mi trabajo en la talabartería del tío Baltazar.

Cuando terminó el ciclo primario, se hizo una fiesta en la Escuela Federal Tipo “David G. Berlanga”. En el patrio trasero había un foro teatral, rústico. Allí hubo primitivos y sentimentales discursos, algún bailable, unas niñas destrozaron pirekuas entre llanto de madres, suspiros de padres, desconcierto de los educandos. Casi un velorio…

Dicho de paso, el que más lágrimas soltó fue el maestro Gallardo. Aunque tenía los propios, siempre nos consideró sus hijos sin exclusión ni distingos por apariencia o medio social. Hoy, una escuela lleva su nombre en Parácuaro.

Un día fue director de mi escuela moreliana, nunca lo volví a ver…

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