El resuello del diablo

 

“Delegaciones carecen de las suficientes áreas verdes que contribuyan a la calidad del aire”


Apenas el urbanita abre la puerta y sale a la calle, el “resuello del diablo” le da la bienvenida. “La calor” atosiga, obnubila, desguansa a quien la enfrenta durante los meses que mayores temperaturas registran en Mexico.

El pavimento se reblandece, escuece los pies; en el metro, el sudor debilita, la ventilación es insuficiente; a los bebés sus madres despojan de la vestimenta para evitar la deshidratación, y el consumo de agua embotellada y refrescos se incrementa.

En peseras, autobuses suburbanos, microbuses y taxis las ventanillas abiertas son la constante; pero el urbanita no halla consuelo: “la calor” no se soporta, nuestro vecino es una fuente térmica que detestamos porque su cercanía nos irradia, humedece, abochorna y causa repulsión, porque como lo vemos (bañado en sudor, grasoso, malhumorado) nos vemos.

“Con los calorones viajar en el metro es un martirio”, dice doña Leti Montero mientras aguarda a las afueras de la estación Aeropuerto el camión rumbo a Iztapaluca:

“Dicen mis hijos que no nací para pobre, pero les digo que una cosa es la pobreza y otra ser cochino. El metro huele a humano y no es agradable. Afuera, el ambulantaje lo baja uno al pavimento reblandecido, huele feo. No entiendo cómo pueden comer en los puestos callejeros, si de abajo salen ratas y cucarachas”.

Víctimas del asfalto, los habitantes de la Ciudad de México y mancha urbana circunvecina han considerado la pavimentación un signo de progreso. En los informes gubernamentales destacan como gran logro “los kilómetros de asfalto tendidos durante el trienio o sexenio, a mi digno cargo”.

Los nuevos asentamientos humanos de la zona metropolitana del Valle de México dejan de ser estigma para los gobernantes cuando pavimento, banquetas y guarniciones recubren la tierra y se suman a los servicios urbanos elementales que los habitantes exigen para salir de la marginalidad.

Cuenta Gabino Saavedra, hojalatero avecindado en la colonia El Sol, de Neza, que su calle (como muchas que conforman el vecindario), carecía de pavimento; con otros vecinos conformaron un Comité Pro Mejoras de su barrio y acudieron a la presidencia municipal en busca de orientación y apoyo para elevar la calidad de vida en el vecindario. Debido a lo fangoso del suelo, su deseo de empedrar no fructificó y aceptaron el encarpetado asfáltico.

–Con el empedrado pretendíamos contribuir a la recarga acuífera y evitar el rebote de la calor sobre el asfalto. Además de que tiene mejor vista, como calle de rancho. No se cumplió ese deseo del siglo pasado y ahora ni los perros salen de día, porque se les ampollan las patas, deveras –remarca ante el gesto de incredulidad y muestra las patas de Taro, su mascota french poodle–. Tendré que comprarle zapatos al perrillo –bromea y recuerda su infancia:

“Mis padres nos trajeron muy chamacos aquí, somos de Apatzingán, Michoacán. Allá y aquí anduvimos descalzos, felices de la vida: una cortada, un tropezón, sanaban solos. Las calles eran de tierra, o de lodo, si llovía. Ora miras a lo lejos el pavimento y el aire caliente vibra, crea espejismos. Puedes freír un huevo”.

Durante las noches el calor persiste en la monstruópoli.

Delegaciones como Iztapalapa, Tláhuac, Iztacalco, Venustiano Carranza, Benito Juárez y Azcapotzalco carecen de las suficientes áreas verdes, arboladas, que contribuyan a la calidad del aire, la disminución de contaminantes y a la estética urbana.

Cuando había campañas de reforestación, en las delegaciones y cabeceras municipales regalaban arbolitos, pero muchas especies no eran adecuadas para la ciudad, como los eucaliptos, que con sus raíces invadían las tuberías de drenaje… La gente se fue deshaciendo de ellos, pero no sembraron otros que resfrescaran, no rompieran las banquetas ni levantaran el pavimento.

En Los Ángeles, California, se intenta bajar la temperatura en verano al poner en marcha un plan piloto para recubrir con pintura blanca el pavimento de algunas calles y así reducir el llamado “efecto isla”, derivado de la absorción de calor por el asfalto. También se considera que si las 100 ciudades más grandes de la Tierra cambiaran los tonos oscuros de las azoteas por tonalidades claras, se reducirían 44 mil millones de toneladas métricas de gases de efecto invernadero, de acuerdo con un estudio elaborado por el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley y la Universidad de California Berkeley en 2008.

Pero en nuestra monstruópolis cualquier mejora es efímera. A mayor población y parque vehicular, mayores problemas. Las áreas de recarga acuífera disminuyen ante el avance del pavimento.

Los cerros que rodean a la urbe son colonizados y encarpetados; los cauces de ríos y arroyos, contaminados y entubados, conducen aguas negras o se convierten en avenidas. La mancha urbana, negra, asfaltada, devora las orillas que antaño fueron sembradíos, bosques, campiñas.

Y pagamos las consecuencias: el “resuello del diablo”, en días pasados, fue soplido de dragón, canícula que a todos nos puso a sudar. Y es el inicio de la temporada.