“El sueño de san José”

 

José fue elegido por Dios para ser el esposo para María


Aquel día en que el carpintero José vio a María, la Virgen de Nazaret, sintió tal fascinación que quedó como suspendido fuera de este mundo por un momento. La mirada inmaculada de ella, pulcra, sin malicia, libre de todo pecado se mecía sobre su exquisita sonrisa que adornaba ese rostro tan lleno de gracia. José la miró, y mientras un gran suspiro lo regresaba al mundo, meditando en su espíritu se dijo: –Es tan bella…

Volvió a su casa por el camino de siempre pero parecía no andar; sus sandalias acariciaban el suelo; la alegría se había instalado en su corazón y se asomaba por sus ojos como ventanas que miran hacia un horizonte revestido de esperanza.

José fue elegido por Dios para ser el esposo para María, y lo señaló mediante una vara de almendro que floreció en su mano cuando los sumos sacerdotes del templo de Jerusalén convocaron a los jóvenes varones de Judea para encontrar al que tomaría por esposa a la hija de Joaquín y de Ana, la doncella educada y formada en el templo en un privilegio al que pocas niñas podían aspirar.

Los desposorios judíos suponían un compromiso tan real que al prometido ya se le llamaba esposo y estaba sujeto casi a todas las responsabilidades.

Ahora, José disponía de un año para preparar la boda y la casa en la que crecería su familia, y María se dispondría a elaborar el ajuar que aportaría a su nueva casa.

Una mañana de ese año de preparativos María recibió un mensaje de Dios a través del arcángel san Gabriel.

Con alas extendidas y de rodillas ante ella, sabedor de que hablaría a la criatura que Dios había concebido en la eternidad para que fuese su propia madre, erguido y con el espíritu en alto entregó su mensaje con la mirada firme: –No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús (Lc 1,30).

La dulce voz de la Virgen preguntó cómo sería posible que ella fuese a dar a luz un hijo cuando todavía no era esposa ni había tenido tratos con varón alguno (Lc 1,34).

El arcángel levantó los ojos para mirar a la Virgen y entregarle su respuesta con voz suave aunque envuelta en misterio: –El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios (Lc 1,35).

La Virgen María aceptó el mensaje, sin saber cómo se haría realidad en ella aquel misterio que la sobrepasaba, y al pronunciar su respuesta se sacudieron los cielos y la mar profunda conversó por vez primera con la alta montaña, y las nubes se revistieron de colores como arcoíris que se instala en el firmamento: –He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38).