En Neza, tícheres: primera generación

 

El patio escolar albergaba canchas de futbol, voleibol y basquetbol, que se delimitaban con cal


Fuimos buenos salvajes desvalagados por el llano salitroso; vagábamos por los alrededores del aeropuerto, nadábamos en el charco que quedaba del lago de Texcoco (le llamábamos El Acapulquito o El Chocolatito); en sus riberas atrapábamos culebras, lagartijas, charales; huevos de pato, de gallareta; libélulas y mariposas de todas tallas y colores.

De morenos mutábamos a prietos y de ahí a renegridos por las asoleadas que nos dábamos jugando fut, beisbol, lucha libre o guerritas a terronazos.

Sin embargo, a su tiempo arribó la etapa de “La letra con sangre entra”, primero en casa ejercitando las primeras letras que papá o mamá inculcaban a coscorrones y manazos, y luego en espacios que los vecinos acondicionaban para que a ellos arribaran personajes, hombres y mujeres, a quienes trataban con sumo respeto y nombraban profesores o maestros.

Del centro de la Ciudad de México llegaban. Abordaban el camión en la Candelaria de los Patos, el Rosario o Santa Escuela, entre prostíbulos y fonduchas.

Hora y media les llevaba el viaje, entre zangoloteos para sortear enormes baches, zanjas y canales. A las 7:30 am abrían el cuarto de vecindad habilitado como salón de clase, y a las 8:00, los lunes, iniciaban los honores a la Bandera y la entrega de reconocimientos por orden, aseo y puntualidad a los grupos que por su dedicación los habían obtenido. Los demás días de la semana se dedicaban por entero a impartir clases; almorzaban en casa de quienes los invitaran y comían en el mercadito.

Los sábados, los padres de familia retornaban del trabajo y supervisaban la compra de materiales para iniciar la obra: la construcción de la escuela primaria federal “Guadalupe Victoria”, en la colonia Estado de México. El domingo era festivo: hombres y mujeres remojaban ladrillos, otros mezclaban arena y cal, aquellos tendían andamios y los maestros albañiles echaban cimientos, levantaban muros, colocaban castillos, colaban trabes y losas.

El mobiliario escolar lo tramitó el director, Rafael de Ita Castillo y a los salones arribaron mesabancos, pizarrones, archiveros que habían conocido tiempos mejores. Los rehabilitaron y estrenamos escuela, con asta bandera: escenario para la foto del recuerdo con la maestra o el profesor al centro, rodeado de chiquillos harapientos, tiñosos: sus discípulos.

Quienes integramos el grupo 1o. “E” abandonamos el cuartucho vecindero de la Calle 5 y en dos filas, hombres y mujeres, marchamos, uno-dos, uno-dos, hacia el plantel y ocupamos el salón asignado, oloroso a pintura fresca y barniz. La maestra, María Elena Martínez Sánchez, nos dio la bienvenida y recomendó cuidáramos las instalaciones “que con tanto esfuerzo los padres y madres de familia construyen para la educación de ustedes, futuro de la patria, semilla del progreso”.

El patio escolar era enorme; albergaba canchas de futbol, voleibol y basquetbol, que se delimitaban con cal sobre el terreno salitroso y que en temporada de lluvias se trocaban en enorme laguna donde chacualeábamos con los pantalones arremangados y los zapatos colgados al cuello, empujándonos unos a otros hasta lograr que alguno cayera en las blanquecinas aguas ensalitradas.

¿Cómo lograban los maestro conservar los zapatos limpios, lustrosos? Iban trajeados, con corbata, y las maestras con traje sastre, zapatillas y peinado impecable; de salón de belleza, decíamos. Cada determinado tiempo espolvoreaban la cabeza de niños y niñas con polvos antipiojos, y eran severos en cuanto a higiene del alumnado, peinado con jugo de limón o jitomate, a falta de fijapelo industrial.

Detectaban a los alumnos más adelantados y los inscribían para que participaran en concursos de aprendizaje y torneos deportivos.

Los mentores organizaban kermeses, tandas, caja de ahorros, rifas para recabar fondos y proseguir la construcción de su/ nuestro plantel. Los sábados, con el dinero reunido, iban a los expendios de materiales para la construcción y los domingos encabezaban a los padres de familia para continuar la obra. Se fomentaban la convivencia y el trabajo comunitario. Sin partidos políticos entremetidos.

Así lograron aquellos maestros sacar adelante a la primera y posteriores generaciones de graduados en la “Guadalupe Victoria”. Ensayaron el vals, la entrega y recepción de certificados, el cambio de escolta del Lábaro Patrio, el discurso de despedida de los alumnos de sexto grado y el canto de las tradicionales “Golondrinas”: A donde irá, veloz y fatigada,/ la golondrina que de aquí se va./ ¡Oh, si en el viento se hallará extraviada,/ buscando abrigo y no lo encontrará!

En casa de los graduados la familia, afanosa, colocaba sillas y mesas con manteles y floreros para recibir a los invitados luego de la ceremonia escolar. La moliza esperaba a los convidados y entre ellos el o la maestra ocupaban el sitio de honor, junto al feliz egresado de la escuela primaria, que concursaría para ingresar al siguiente nivel: la secundaria… o el campo laboral terrible, ominoso, malpagado.