Eusebio Ruvalcaba: santo no visto pero adorado

 

Tuvo el don para cultivar alumnos, discípulos, amigos de variada especie


Eusebio es un santo que ya no es visto y es adorado. No de gratis. Trabajó mucho. Tuvo el don para cultivar alumnos, discípulos, amigos y amigas de variada especie. Lo recuerdo siempre atento con quienes compartía comida, tragos en reuniones sociales o de sólo amigos, algún pariente, un curioso que a la larga se integró a la mesa de quienes se juntaban por el puro gusto de hacerlo, con sus pares, afines, incluso con quienes llegaron a voltear bandera.

León Ruvalcaba me pidió pensar en “algún objeto particular de mi papá que te traiga muchos recuerdos y quisieras quedarte”, no dudé: “sus anteojos para leer, León; agradezco tu generosidad”.

Ok, dijo: veré si es posible. Y fue: “Te mando los lentes que me pediste”.

Contaba mi madre que, cuando niña su madre, Yayita, le confió lo que cuando niña la abuela Manuela, otomí de rasgos fuertes y largas trenzas, le dijo casi al oído: nunca toque los ojos de un conejo y luego los suyos, porque hay riesgo de mirar lo que ellos, porque ven más que uno y agarra el espanto y ya nunca duerme en calma: quién sabe que verán los conejos, que tantos conejitos siempre tienen.

Y mi papá don Serafín, campesino michoacano migrado a la ciudad para arar el asfalto con su camionzote ferretero de 12 toneladas, decía que en el rancho El Pino, municipio de Contepec, los malillas se hacían de un perro negro. Lo sometían y con la punta de una hoja de mariguana le quitaban chinguiñas de sus ojos y las ponían en los suyos. Así venteaban y veían al diablo y sus demonios, hacían tratos con él, los sacaba de la miseria y tiraban el jacal para hacerse de una finca de material y teja colorada. Con portal y todo.

Cuando niños, en la noche hacíamos fogata en el llano y contábamos lo que oíamos de nuestros mayores. El Balam decía que las lagañas de la salamandra de lengua hongueada te hacían ver, si te metías al mar de Puerto Progreso, cuando los barcos piratas se hundían. Y si llegabas hasta ellos, rapiditorapidito encontrabas el cofre del tesoro y dentro un frasco con vino que te hacía inmune para navegar con bien toda la vida. Y que la rata que sale entre los madroños por las tardes, te enseñaba hacerte de cosas que los demás no tendrían, con sólo ponerte en los ojos una de sus lágrimas que soltaban para que te compadecieras y la sacaras de la trampa de raíces, donde desesperaba.

¿Y si me pusiera los lentes de Eusebio? Me dio miedo. No es fácil decisión. Una vez el Capulín, perro corriente cruzado con de la calle, despertó de súbito, se encaramó al lavamanos y no paró de ladrarle al espejo hasta que lo nubló. Vi sus chinguiñas y estuve tentado. Nomás tantito, tentado.

Así me pasa con los anteojos de Eusebio: pero soy como el pájaro verde/ que en la sombra me detengo: temo dejar mi zona de confort y mirar a mis semejantes, a mí mismo, con ojos de Eusebio, capaz de medir “la temperatura a la muerte. Así va mi inteligencia: de la cima al abismo”, según escribió y nos lleva a través de sus libros, desde Un hilito de sangre hasta Todos tenemos pensamientos asesinos y sus cuentos de Jueves Santo y la descarnada poesía de El frágil latido del corazón de un hombre, pasando por Las cuarentonas, Música para cortesanas o la correspondencia apócrifa contenida en Embajadores de la música.

Ahí está Eusebio, en su obra, donde recreó a la humanidad de este trozo del universo, a la que miró con esos sus ojos tristes y a través de los lentes que León me obsequió y temo calarlos.

Pese a cómo nos veía, no perdía ánimo para escudriñar el alma ajena y la propia, y mostrarnos su esencia, como Dostoievski, como Revueltas.

Él, que escribió Johannes Brahms: “Escucharte en momentos terribles, cuando no se avista remedio alguno, cuando todo en derredor tiene el tufo del desaliento. En esos momentos dejar que el lenguaje musical se apropie de nuestro corazón proporciona el alivio que nos permitirá esperar el día siguiente con quietud y esperanza”.

Esa esperanza a la que se aferraba y que la realidad diluía cuando Eusebio la desmenuzaba para volverla escritura, a través a los tantos géneros que frecuentó para siempre volver al eterno reto de la hoja en blanco, pues sabía, y lo sorrajaba a los aprendices o aficionados, que “escribir es cuesta arriba.

Los escritores les pedimos prestado a los compositores el flujo de la inspiración”.

Y el Eus, siempre inspirado, oía con su especial odio musical, y veía con ojo crítico lo que acontecía y le acontecía; tenía el don de la imaginación, acrecentada por su enorme capacidad de sorpresa y su honestidad, que le habría permitido decirme:

–No te la jales, carnal. Deja esos lentes y mejor ponte a trabajar.

Y mejor los dejo, porque qué tal que lo veo a él y yo wevoneando: él entregado a su oficio como el buen carpintero, como el mecánico, el albañil: con alma, vida y corazón, aun a costa de sí mismo, un santo que ya no es visto y es adorado por su legado: sus 65 libros. Lléguenle, para conocerse, para conocernos. En ellos –los libros de Eusebio Ruvalcaba– me veo, como si me pusiera sus lentes. Como de rayos X.