Futbol llanero

 

La roquiza en el llano nubló la tarde y los Huracanes la libraron encerrados en la iglesia


A falta de otra cosa qué hacer, decidieron visitar al Charro, polémico narrador de partidos de futbol callejero en su patria de origen, Neza. Le encantaba la vagancia, como a muchos chiquillos crecidos durante los años 70 en los llanos que prevalecían al oriente de la Ciudad de México (CDMX). Pero los domingos se llenaría de gloria imitando al Pajarito, exfutbolista llanero que devino en Ángel Fernández del barrio: sacó el equipo de sonido y las bocinas marca Radson de su casa; las instaló a la orilla de la cancha de futbol de la colonia, frente al Mercado de San Martín Caballero, y de un acumulador de auto obtuvo la energía eléctrica necesaria para que sonara el micrófono, mediante el cual narraba los encuentros de los equipos de futbol locales que se enfrentaban cada ocho días a los fuereños que militaban en la misma liga.

Cogía el micrófono y la realidad se transformaba: la cancha lodosa se cubría de césped sobre el que veintidós jugadores disputaban un trofeo adquirido en el distante pueblo donde se producían, Cuautlalpan, enclavado sobre la carretera federal a Texcoco.

Uno veía a los hinchas sentados o de pie alrededor de la cancha, casa del legendario Huracán, donde el Pajarito, el Tamal, Urko, Burris, el Orejitas, Ramón el Cadáver y tantas luminarias más se desempeñaron como defensas, medios o delanteros dispuestos siempre a cubrirse de gloria y dar vuelta a la cancha, ofrendando, en andas, al respetable el trofeo ganado.

Y de ello daba fe el Pajarito mediante su micrófono, su voz y su conocimiento del quién es quien entre titanes del balompié barrial.

Pajarito tenía el don de la palabra, acróbata del verbo que encaramaba a los sustantivos toneladas de adjetivos para el partido de futbol llanero fuera más luminoso, para enaltecer a quienes, el fin de semana, metían a su petaca el uniforme, las medias, los zapatos con tacos y la credencial que los acreditaba como miembros de una oncena que aspiraba a sudar la camiseta durante 90 o más minutos, si ameritadan tiempos extra.

El Charro siempre quiso ser como el Pajarito y se aplicó. Su hermana, Lupe “La Flaca”, afecta a la poesía, le dio a leer el Nuevo recuento de poemas, de Jaime Sabines y la obra de Efraín Huerta El Gran Cocodrilo; extrajo metáforas que al Pajarito motivaron a compartirle el micrófono durante un encuentro Huracán vs. Liverpool, cuando el primero goleo 7-0 a los súbditos de la Reina.

-Me gustan cuando callan, gladiadores, porque están como ausentes: se batieron con donosura, aunque ahora se muestren distantes, adoloridos como si hubieran muerto, una palabra entonces, una sonrisa bastan y estén alegres, alegres de que no sea cierto que la derrota es la muerte; no, mis amigos, no lo es: es la posibilidad de que el domingo venidero renazcan y se hagan del triunfo que hoy se les fue de las manos, por una, una mano que les castigó con el penalty que inició la dosis de cuero excesiva que los huracanes llevaron hasta sus redes. Pero el domingo que entra, ingleses, harán lo imposible para que la victoria los alumbre, porque son amorosos de esos que abandonan malos momentos, amorosos de los que cambian, de los que olvidan que morder el polvo no es para siempre, Pitirijas, Nemesio, Greñas, liverpules a quienes despedimos de este estadio, de esta gloriosa cancha, como los campeones que han sido y volverán para sacar juventud de su pasado…

-Te lucías, “manito”: hasta los perdedores se llevaban sus aplausos porque tú sabías que con tu labia, como con el pan, las penas son buenas -recuerda el Iguano al Charro.

-A la patada, sobada, para que no se armaran los “guamazos”. Como cuando a los charros del Real Valle Verde los quisimos aplacar para que no iniciaran la batalla campal, porque les habían robado el partido y el trofeo, uno de los más bonitos que he visto. Fue en vano: hasta con las Radson se dieron y yo salí de la cancha a microfonazos. La roquiza en el llano nubló la tarde y los Huracanes la libraron encerrados en la iglesia o los matan los del Real: hasta doña Zenaida, que vendía jícamas con chile, salió por piernas…

Eso recuerdan los compas en la casa del Charro en Chimalhuacán, al calor de unas “wamas”; sus hazañas en los llanos del oriente urbano, cuando el anfitrión narraba “driblings”, dominadas, tiros libres, regateadas, túneles, penales, chilenas ocasionales, grandes remates que culminaban el en gooool, ¡golazooo del Ñáñaras, del Iguano, del Agonías!, que del puro gusto sufría crisis convulsivas que, se supo luego, se debían a la epilepsia que desde pequeño padecía.

El Charro compra cerdos y elabora carnitas que expende en la taquería de su propiedad, ubicada a un costado de la Avenida Peñón.

Ahora un buen arbitraje, bueno-bueno, te lo pagan a 500 pesos, con riesgo de que se arme la campal y hasta un balazo metan en tu pellejo. Mejor de taquero, manito, que entre las patas de los jurgolistas. Si es que todavía hay llanos, aunque yo creo que ya no -juega el Charro con las palabras y da un sorbo a su vaso de espumosa chela dominguera.