“Guerra por la vida”

 

Es evidente que la sociedad se ha dividido en dos grandes grupos marcados por una antagonía que parece salida de un mal sueño, de una pesadilla en la que a una madre se le aprueba matar a su hijo luego de que el Estado -responsable de salvaguardar su vida- se lo autoriza además de recomendar […]


Es evidente que la sociedad se ha dividido en dos grandes grupos marcados por una antagonía que parece salida de un mal sueño, de una pesadilla en la que a una madre se le aprueba matar a su hijo luego de que el Estado -responsable de salvaguardar su vida- se lo autoriza además de recomendar a muchas otras madres que ellas también lo hagan.

Es de espanto ver que hemos llegado a los tiempos apocalípticos en los que el ser humano valora su propia vida sólo a partir de dos posturas de apreciación de la vida misma: los Pro-vida y los abortistas.

En tanto que los primeros sostienen que el embrión es un ser humano que goza de derechos inherentes para nacer, vivir, ser libre y buscar la felicidad; los segundos argumentan que no se trata de un ser humano y que su muerte es necesaria para salvaguardar la salud, la libertad, la felicidad y la vida de su madre. Los primeros saben que la vida humana en gestación debe ser protegida y titulada para que el nuevo ser humano pueda nacer, pues todo ser quiere ser. Los otros quieren eliminar la vida humana en gestación y que no haya límites para practicar abortos, incluso hasta antes del nacimiento, a los nueve meses de gestación.

Para la ciencia, un ser humano comienza a serlo al momento de la fecundación, que es cuando se establece el genoma humano. Sin embargo, para los abortistas, que defienden a ultranza el comercio de órganos extraídos de un cuerpo recién abortado; esos corazones, riñones, hígados, páncreas, y demás, sí son órganos de un ser humano, aunque en clara contradicción pretendan que no lo sea.

Con respecto a los padres del nuevo ser humano, en tanto que los Pro-vida se refieren al Padre y a la Madre de su hijo, los abortistas les llaman “el gestante” y “la gestante” a fin de borrar del mapa de la vida toda responsabilidad paterna o materna inherente al hijo que ambos procrearon.

En esta Guerra por la Vida, la víctima es el nuevo ser humano porque se le priva de conocer la luz del sol, se le impide nacer a costa de su propia vida. Pero hay otra víctima, que es la madre, a quien se le ocultan las secuelas emocionales, sentimentales y mentales que le acompañarán por el resto de sus días, pues luego será incapaz de asumir que un día, a su propio hijo lo pusieron muerto en una bandeja en lugar de entregarlo, vivo, en sus brazos y en una cuna de vida.

En esta Guerra por la Vida, muchos seres humanos más habrán de morir, infinidad de mujeres vivirán a medias cargando las secuelas de su estructura emocional quebrada, y el daño colateral, infaltable en toda guerra, será una sociedad, una humanidad soberbia enseñoreada, adueñada de vidas que no le pertenecen.

Que el mal no se puede vencer con el mal, es la bandera de los valores occidentales; que el mal solamente se puede vencer con el bien es la gran verdad del cristianismo. Las batallas de esta guerra, pues, no han de desarrollarse de manera violenta, no con la violencia característica de los grupos abortistas, sino con el coraje que acompaña a la defensa de la verdad, con la valiente nobleza que inspira la tutela de la vida, con la gallardía con la que se defiende al más débil, al pequeño, al desdeñado, al que pocos parecen hoy querer.