La microfísica del joder

 

“Que me acuerdo de la cajita-libro donde hago mis ahorritos: ni luces de mis 50 mil pesos”


La sensación de seguridad en la zona metropolitana del Valle de México se desvanece. En el transporte, los comercios, la calle, el hogar, los asaltos se multiplican.

En 2017 Óscar Rodríguez Chávez, investigador del Observatorio Nacional Ciudadano, informó que de acuerdo con datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, esta zona del país concentró algunos de los delitos de alto impacto:

33.64 por ciento de los robos con violencia; 25.17 de los robos de vehículos; 20.76 de las extorsiones, 15.80 de las violaciones, 14.53 de secuestros del fuero común y 12.13 por ciento de los homicidios dolosos en México.

Las siguientes estampas son breve anecdotario recabado entre el entorno inmediato.

“Don Bukis” se llama la miscelánea donde las doñas compran lo necesario para espantar el hambre de la familia. Es punto de reunión de quienes degustan una chelita antes de llegar a casa. Algunos son clientes habituales, entre ellos el Cuñao, un malas mañas a quien don Bukis cobra por adelantado, “porque luego te quiere dar la vuelta y pagar menos”.

Ya una vez pasó a mayores el Cuñao. La banda se despedía. El Marinero pidió usar el mingitorio y el tendero accedió mientras cerraba el local; se despidieron y con su hijo Memín dio vuelta en la esquina, pero recordó: “no apagué la luz de la accesoria”.

Don Bukis y Memín abrieron la puertecilla del zaguán. Una sombra que hurgaba en el mostrador. Sigilosos, atraparon al Cuñao.

Chiquita no se la acabó: a cachazos en el vientre doblegó al vecino, le bajaron los pantalones, Memín lo sostenía: con las nalgas expuestas, don Bukis le atizó diez tablazos: “Y no te plomeo para no comprometerme”. El Cuñao, con la sangre a punto de manarle, pidió perdón y se fue.

–Caramba, ya ni en los vecinos puedes confiar – dice don Bukis.

Al condominio familiar el Juve ingresó al casarse con la menor de las hijas de Nancy, la abuela. Cuando chamaco asoló a la colonia como miembro de la pandilla Los Pelones; desaparecieron víctimas de sus actos: unos en la cárcel, otros asesinados, otros migraron. El Juve pareció regenerarse; era milusos de la familia y muy meloso con la abuela; acomedido para los mandados y para traer las guamas el fin de semana: así bebía a costillas de los demás.

Comenzó a torcerla en las fiestas que organizaban las seis familias: los familiares y amigos invitados se quejaban: billeteras y monederos sustraídos de abrigos y bolsos. Se destinó un espacio como guardarropa para próximas ocasiones, con llave.

Sin embargo, su trabajo de milusos (remiendos de albañilería, carpintería, plomería, que ejercía como aprendiz de todo y oficial de nada) no era suficiente para atender sus necesidades, ni las ajenas. De los tendederos desaparecían prendas de vestir; de los autos cajas de herramienta, una llanta de refacción.

En asamblea familiar Juve no pudo ocultar su turbación; los cuestionamientos derivaron en francas acusaciones. Los nervios lo traicionaron, su esposa dijo: “Te me largas, Juvencio. Lo de mancornador te lo pasaba, pero además rata… Eso no”.

Don Nacho, esposo de Mela, se infartó. Dos lotes adelante viven sus dos hijos, casados y con hijos. Mela asomó al balcón, gritó pidiendo ayuda. Los vecinos llamaron a una ambulancia y manos sobraron para habilitar la camilla, de la planta alta bajaron al enfermo.

Los hijos se hicieron cargo de la situación, las vecinas colmaron de atenciones a Melita y la calle volvió a la normalidad. Pero pronto se corrió la voz:

–Se pasan: los uñaslarga se llevaron los celulares de Melita y su marido, la tele chica, y hasta la secadora del pelo.

En la bola, ni quien se diera cuenta.

Una de vecindad: “Me la recomendaron, pero nunca averigüé dónde vivía. Llegó con su chamaquillo, el Meni. Era un torbellino, muy eficaz para la limpieza del depa.

Los vidrios rechinaban de limpios. Ni pizca de polvo. Un día no pudo venir y dijo que el chamaco haría el servicio. Sí, se esmeró. Los dos siguieron viniendo. Hasta que uno de mis hijos perdió los audífonos del Iphone. Pentonto, dije, dónde los habrás tirado. Que no, los dejé en mi escritorio.

Otro día que la señora no vino, m’hijo acorraló al chamaco, lo hizo confesar.

Luego le comenté a la seño ¡y que se pone al brinco! Rateros ustedes, no m’hijo. Se largaron. Hasta pena me dio. Tiempo después que me acuerdo de la cajitalibro donde hago mis ahorritos: ni luces de mis 50 mil pesos. Jamás los recuperé”.

Con mochilas a la espalda, en Juárez y Eje Central, padre e hijo comentan el intenso tráfico. Un peatón previene: “Unos niños abrieron y esculcan su mochila”. Gracias. Aseguran las mochilas, cruzan hacia Madero. Adelante, tres chiquillos y sus padres.

Padre les toma fotos, apresuran el paso. En la esquina con Gante tremendo empellón lanza a padre contra un muro, la sangre ciega, y padre escucha: “Yo agarro a este cabrón y tú lo madreas”. Solidarios peatones te auxilian. Cuando limpias tus lentes, ni polis ni agresores. A lamernos las heridas, dice padre a su hijo.