La Santa Cruz

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Roberto O’Farrill Corona

En su Exposición de la Fe, san Pablo, con breves palabras manifiesta una gran verdad que impera en toda la cristiandad: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6, 14).

Nuestro Señor murió en esta cruz el Viernes Santo, víspera de la Pascua judía, mientras en el templo se sacrificaban los corderos pascuales.

Se llevó a la plenitud el rito de los corderos en Él mismo, quien es el verdadero Cordero Pascual, el que quita los pecados del mundo.

La muerte de Jesús en esa cruz reveló toda su vida. Allí lloró todas nuestras lágrimas y desde allí pronunció compasivamente, para nosotros, estas eternas palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Desde aquel día, la humanidad vive postrada ante Dios suplicando su perdón por la crucifixión de su amado hijo. Pasarán los años y las generaciones, y pasarán el cielo y la tierra antes de que Dios olvide aquellas palabras.

¿Sucedió alguna vez que el amor desafiara al odio con un poder más seguro de sí mismo?

El hallazgo de la Santa Cruz de Cristo ocurrió gracias a la incursión que emprendió santa Elena, madre del emperador Constantino a Jerusalén tras la celebración del Concilio de Nicea, entre los años 325 y 327. Allí encontró esta inconfundible cruz romana compuesta por dos maderos: el vertical, llamado stipes, que se fijaba en tierra; y el horizontal, llamado patibulum.

Luego de hacer derribar el templo de Venus, erigido por los romanos en el monte Calvario, el 3 de mayo del año 326 se encontraron tres cruces en el lugar. Para identificar a la de Nuestro Señor, el obispo san Macario hizo que un niño muerto fuese tocado por las tres cruces, y volvió a la vida con la que correspondía a la de Cristo, aunque otras informaciones refieren que se trató de una mujer moribunda que al momento recuperó la salud.

Sobre el sitio del hallazgo se erigió la basílica de la Santa Cruz, llamada también del Santo Sepulcro, donde quedó depositada la sagrada reliquia hasta que en el año 622 los persas invadieron Siria y Palestina, destruyeron Jerusalén, saquearon la basílica y robaron parte de la cruz.

En el año 628, el emperador de Bizancio, Heraclio I, invadió la capital persa, recuperó la Cruz y la envió a Constantinopla, donde para salvaguardarla de futuros ataques de infieles, se acordó dividirla en partes. Son los Lignum Crucis, que se conservaron tres en Constantinopla y se enviaron otros a Chipre, Creta, Antioquía, Edesa, Alejandría, Georgia, Damasco y Jerusalén.

En nuestro tiempo, se conservan Lignum Crucis en Roma, Rávena, Milán, Florencia, Colonia, Maguncia, Tréveris, Lieja, París, Sens, Besanzon, Lyon, Ruan, Reims, Tours y Burdeos.

El 19 de octubre de 1128, el patriarca de Jerusalén donó otra parte de la Cruz, resguardada bajo su custodia, al rey Alonso VII de León, quien la confió al convento franciscano de santo Toribio de Liébana, en Cantabria, España. Este es el Lignum Crucis más grande; corresponde al brazo izquierdo y se encuentra armado en forma de cruz dentro de un relicario de plata dorada, de estilo gótico, elaborado en 1697. La Cruz de madera mide 63.5 por 39.3 centímetros y cuatro de grosor. La madera es de ciprés.

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