La vida cabe en un refrigerador

 

Hay enseres domésticos que podrían contar una vida entera


Sin que uno se dé cuenta, hay enseres domésticos que podrían contar una vida entera. Nuestra licuadora, estufa, horno pero tal vez uno de los vínculos más duraderos sea el que hacemos con nuestro refrigerador.

Obviamente porque tiene un papel protagónico en nuestra subsistencia, imagínenlo, guarda lo que nos mantiene vivos y cuando se descompone es toda una tragedia familiar.

Pues yo viví esa tragedia esta semana. Tras 12 años de aventuras juntos, hace tres días fue el funeral de mi refrigerador. Increíblemente fue la primera vez que yo misma puse a funcionar uno nuevo. Ya lo sé, suena ridículo pero en los 22 años que llevo de “vida adulta” siempre que llegaba a un lugar nuevo, ya existía un refrigerador o alguien más había hecho el trabajo de colocarlo.

Cuando me fui a vivir con mi marido, como hombre maduro de 40 años que era, él tenía ya todos los muebles y yo sólo llegué como reina a ocupar el trono. Hasta hoy me doy cuenta de que estas cosas domésticas las había resuelto él.

Al mudarnos a Cuernavaca, primero estuvimos de viaje y luego yo fui a casa de mis padres y después a la de mi hermana para recuperarme tras el nacimiento de mi hijo mayor.

Un mes más tarde llegué a mi nueva casa, flamante y ya totalmente organizada, otra vez por alguien más.

Jamás sentí que ese espacio tuviera nada de mí. Era como una niña consentida por todos. Eso terminó por asfixiarme.

Cuando me divorcié, siete años después, salí apenas con un par de maletas que metí a mi auto VW Sedán modelo ochentero y me fui de allí. Llegué a una casa prestada por mi hermana donde otra vez, todo ya estaba listo. Después, en cada casa o departamento que rentaba había al menos estufa y refrigerador.

Fue hasta 2005, cuando otra vez decidí que jugar a la casita podía ser buena idea, que compré un pequeño refrigerador (poco más alto que un frigobar) a crédito (deuda que no pude pagar y me tuvo en el buró por años), y ese mismo fue el que despedimos hace tres días.

Nuevamente no me hice cargo de nada. Lo compré y corrí a trabajar. Cuando llegué, mi “novio” (el misterioso padre de mi hijo pequeño) lo había instalado porque tenía prisa por beber cerveza fría.

Un año más tarde, en la mudanza que hicimos juntos a la Ciudad de México, lo único que recuerdo –además de que hicimos el amor como dos locos– fue que esperamos una noche antes de conectarlo, en el depa de Plateros.

Lo mismo hice cuando me mudé a la Roma, ya soltera de nuevo, y luego lo mismo al cambiarme a mi actual departamento. Nada del otro mundo. Así que esta semana, por primera vez instalé un refrigerador nuevo. Me levanté a las 7:00 horas para poderlo limpiar y conectar, tras las rigurosas 12 horas de estabilizarlo. Dos horas después, la comida ya estaba dentro, o mejor dicho la poca que sobrevivió al desastre.

Pero mientras contemplo la nueva adquisición de mi cocina, me doy cuenta de que no soy la misma mujer que hace 12 años miraba desde lejos la fascinación con la que él (sí, el hombre misterioso) acomodaba todo en la casa donde creíamos que construiríamos una familia… juntos.

No, esa mujer ya no está. La mujer que hoy escribe estas líneas puede pagar un refrigerador del doble de tamaño y el triple de precio, de contado, pero todavía no sabe por qué él se llevó su corazón ni en cuál de todas aquellas mudanzas dejó olvidada para siempre esa forma de mirar.

*Periodista, cronista, hedonista y feminista

Madre, viajera, libre y terrícola

@elipalacios