Nahui Olin: artista, musa 
y leyenda

 

Más que lujuria, era erotismo, ella lo sabía


Esta mujer parece haber nacido para cimbrar a un México que apenas se reponía de las convulsiones de la Revolución. Nahui Olin, con su belleza avasallante y sus contundentes ojos verdes, rompió esquemas y se convirtió, según algunos (más de esta época que de la suya), en el prototipo de la mujer moderna mexicana.

Carmen Mondragón Valseca nació en 1893, en una familia muy acomodada del porfiriato. Su padre, el general Manuel Mondragón, es señalado como uno de los ejecutores de la Decena Trágica, por lo que se ganó el repudio de muchos pero el favor de uno, Victoriano Huerta, gracias a quien pudo viajar con su familia a exiliarse en París.

Ahí se formó Carmelita (supongo que así le decían), en medio de refinadas escuelas donde las maestras deben haberse quedado boquiabiertas con una de sus primeras reflexiones: “Protesto a pesar de mi edad por estar bajo la tutela de mis padres”, escribió a los diez años.

Para Carmen todo fue vorágine, intensidad, ruptura. Necesitaba comerse el mundo a puños. Un primer paso para esto, al parecer, fue su matrimonio, a los 20 años de edad, con Manuel Rodríguez Lozano, quien entonces era un militar de apenas 17 primaveras y que después se convirtió en pintor. Vivieron unos años en París y luego volvieron a México, donde convivieron con un grupo de selectos personajes de la cultura y el arte: Tina Modotti, José Vasconcelos, Antonieta Rivas Mercado y Diego Rivera, entre otros.

La hermosura de Carmen la convirtió en musa inspiradora y modelo de muchos artistas. Así, ella se hizo dueña y señora de su cuerpo. Lo abrazó, lo compartió y mostró pero sólo cuando y como ella quiso. La pasión sexual no era precisamente un tema del que se pudiera hablar en los años veinte, pero ella sabía que existía.

Este saber lo constató con uno de sus emblemáticos amores: Gerardo Murillo, mejor conocido como Dr. Atl, a quien conoció cuando su matrimonio agonizaba. Su relación, que duró cinco años, fue una gran fuente de pasiones. Muchas de las cartas que se escribieron quedaron como testimonio de ello: “Perfora con tu falo mi carne –perfora mis entrañas, desbarata todo mi ser– bebe toda mi sangre y con la última gota que me quede yo escribiré esta palabra: te amo”, le escribió ella alguna vez.

El Dr. Atl trató de descifrarla y la concentró en un nombre: Nahui Olin, “movimiento perpetuo” en náhuatl, del cual ella se apropió con energía. Así renacida, su cuerpo desnudo fue el primero que se vio en este país en una exposición fotográfica formal que, por supuesto, causó un escándalo. A partir de ahí, muchos fotógrafos, pintores y dibujantes plasmaron cada rincón de su cuerpo.

Nahui Olin, más que lujuria, era erotismo. Ella lo sabía, y el peso de su sexualidad fue tal que logró opacar todo su talento como escritora, poetisa y pintora. Aun hoy, la razón por la que ocupa estas líneas es su calidad de auténtica leyenda sexual.

El misterio y la sofisticación que rodearon su vida se apagaron al ritmo en que su belleza lo hacía. Vivió mucho, hasta 1978, y en sus últimos tiempos perdió la razón. Según algunas versiones, obesa y anciana, se prostituía en las calles del centro de la Ciudad de México. Su ropa estrafalaria, su maquillaje que pintaba su cara de blanco y su afán de salir sólo de noche le valieron el apodo de “La fantasma del Correo”.

Murió sola, en la pobreza y con el propósito de no volver a contactar con el mundo, un mundo que, a pesar de haberse rendido a sus pies, no supo darle lo que ella buscaba: fuego, vida vivida al límite. “Soy una llama que se consume a sí misma y que no se puede apagar”, llegó a decir.

Periodista especializada en salud sexual /
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GG