“Nos estamos perdiendo de Dios”

 

Esta humanidad no ha perdido a Dios, esta humanidad se está perdiendo de Dios


A la humanidad de nuestro tiempo le hace falta Dios, pues es claro que vivimos en una guerra de características muy extrañas en la que las facciones no se distinguen ya por vestir uniformes diferentes, sino por esgrimir ideologías diversas que, mediante argumentaciones, pretenden suplantar a la verdad.

Así como la verdad –que es absoluta– no puede ser derrotada por argumentaciones –que son relativas– así funciona con Dios, quien es la verdad, en cuanto algo se opone a su voluntad, al momento sale de toda verdad y de toda justicia. Esto ocurre hoy con las autoridades del Gobierno y con los responsables de la seguridad pública que han venido a ser, más allá de toda justicia, los colaboradores principales del crimen organizado, y así hemos llegado al momento en que el enemigo ya no está contra nosotros, sino entre nosotros, y protegido por quienes tienen el compromiso y la obligación de combatirlo. Nuestro país, por supuesto, no es la excepción.

Con tanto mal en el mundo, y en México también, pudiese parecer que Dios nos ha abandonado. Y sin embargo, Dios no nos abandona; somos nosotros quienes lo hemos abandonado a Él sacándolo de la familia, de la cosa pública, de las escuelas, instituciones y universidades; relegándolo al interior de las iglesias.

Esta humanidad no ha perdido a Dios, esta humanidad se está perdiendo de Dios. Ya Jesús lo advirtió: “¿Por qué esta generación pide un signo? Yo les aseguro: no se dará a esta generación ningún signo” (Mc 8,12).

La generación a la que Jesús se refiere, esa a la que no se le dará ningún signo, es la generación de los indiferentes a la acción de Cristo en la historia, en sus vidas. Ya son muchos, si no la mayoría de quienes que se dicen cristianos, que no practican la doctrina que aseguran seguir, ni asisten a la Santa Misa, ni leen ni conocen el Evangelio, no participan de los sacramentos y se mofan de lo sagrado.

Hoy está cobrando fuerza la tragedia de todos los hombres en su ansia de lo infinito, una tragedia que crece en tanto que no se resuelve, y hoy no se resuelve porque ni todas las riquezas del mundo ni todas las ideologías pueden colmar esa necesidad de lo perenne y eterno; y que sólo Dios, en su infinita verdad, puede satisfacer.

Para resolver esta tragedia primero habrá que buscar el origen de todos los males de nuestro tiempo, el lugar en el que se cocinan las maldades que se convierten en las ideologías que nos están destruyendo. Ese lugar está en nuestros corazones: “De dentro del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7, 21). Luego, habrá que aliviar el corazón.

Nosotros, por nosotros mismos, no podemos cambiar nuestros corazones; sólo Dios puede cambiarlos, así que habrá que volver a Dios y pedirle hoy, y todos los días por venir, un corazón nuevo para nosotros, para la humanidad y para todo el mundo, pues si no lo hacemos nada cambiará en este siglo tan necesitado de Dios, pues nadie puede ser bueno si Cristo no lo libera de sus malas intenciones.

Sólo así podrá desaparecer toda amargura, ira, gritos y cualquier clase de maldad (Cfr Ef 4,31) y ya no estaremos perdiéndonos de Dios.