Nuestra cotidiana violencia

 

No todo era miel sobre hojuelas, pero la convivencia permitía arreglar las diferencias


Cada día hábil, muy de madrugada, Josué y Matías se encuentran: el primero encamina a su nieta Itzchel hasta la parada del camión y lo mismo hace Matías con su hijo René. Ambos chiquillos cargan sus mochilas retacadas de libros y cuadernos. Su destino: la respectiva escuela secundaria a la que cotidianamente acuden; la entrada es a las 7 am y este periodo de vacaciones les significa también un descanso psicológico. Los cuatro se dan los buenos días, se despiden y cada cual agarra rumbo. Los mayores de retorno a la casa, a sus cotidianas actividades.

Los cuatro tienen temor: a que los asalten, los golpeen, los priven de sus pertenencias. Ya han sido víctimas, por eso el acompañamiento familiar, pues aunque a esa hora, 5 am, las amas de casa fueron y vienen de la lechería, quienes esperan en la parada del camión son considerados por los cacos piezas de caza mayor: en probable que en sus bolsillos lleven lo necesario para los gastos del día, cien pesos cuando menos. Más un posible reloj, algún teléfono celular.

Extreman precauciones cuando escuchan el motor de alguna motoneta Itálika tripulada por dos personas. Pese a la penumbra que impera antes del amanecer, se guían por el sonido y si advierten la silueta de los muy probables casos, aguardan en la bocacalle hasta cerciorarse que se alejaron. Manos y pies sudan, el corazón apresura sus latidos.

Atisban la lejanía y cuando ven que la pesera o el autobús se aproximan, esperan a que los chicos aborden y que Diosito los bendiga: en el colectivo al menos comparten la suerte con más personas.

Las cifras acerca de la inseguridad no brindan calma al ciudadano. Al iniciar el año la Segob manifestó que las muertes por violencia ascendían a más de 23 mil. La zozobra ocasiona daños emocionales. Tiene a los miembros de la familia en suspenso, pese a las consabidas frases de resignación:

–Que sea lo que Dios quiera y los guíe en su camino. Ya les di la bendición para que vuelvan con bien a casa…

Técnicamente los mexicanos vivimos una violencia colectiva que afecta nuestra seguridad emocional. Muy atrás quedaron los tiempos en que los vecinos se encontraban, intercambiaban puntos de vista acerca del estado de la colonia o el barrio, se organizaban para mejorarlo, los chamacos jugaban en la calle una cascarita, y los novios se acariciaban la libido en lo oscurito, vivían grandes romances, fraguaban un enlace matrimonial.

Las doñas, por las tardes, descansaban haciendo adobes: sacaban las sillas y con otras vecinas le daban al chisme cachetón mientras bordaban, tejían, remendaban. Parecían estampas vecinales de algún pueblo, incrustadas en plena periferia de la macrópolis.

Las fiestas eran de puertas abiertas: por bodas, quince años, bautizos, primeras comuniones, graduaciones escolares…

No todo era miel sobre hojuelas, pero la convivencia permitía arreglar las diferencias sin que el vecino retornara iracundo, metralleta en mano, y arrasara con toda la familia, mascotas incluidas.

Ahora, la sensación de impotencia por la violencia cotidiana que se padece, a muchos nos trae con humor de la rechin, a la defensiva, dispuestos a rifarnos un tirito nomás porque sí: en el Metro, la pecerda, el camión. En la plaza, en el mercado, el tianguis, donde uno se desplaza con desconfianza, apretando el monedero, la cartera, sujetando a los menores porque –los diarios y noticiarios dan fe– su desaparición se incrementa y nomás imaginarse en una situación similar obliga a tocar madera para alejar esos malos pensamientos que quitan el sueño, mantienen en vigilia, ponen los nervios de punta al escuchar voces nocturnas, envases de cerveza arrojados contra el pavimento, la banqueta:

–¿Cerraron bien el zaguán?

No sea que a los briagos o drogos les dé por saltarse la barda, ¿tienen el bat, el machete a la mano? No vaya a ser la de malas que a la motita le hayan puesto crack, ésa que le llaman piedra. Se les altera la conciencia, cómo de que no…

Si antes la droga se iba para Gringolandia, ahora mucha se distribuye en los barrios, cantinas, centros nocturnos.

Los menudistas eligen su esquina, se corre la voz y la clientela ya sabe adonde llegar, casi a domicilio; los autos se detienen y adquieren los productos a la venta, y el taquero de la esquina elegida ve como las ventas decrecen, la gente se ahuyenta: cierra más temprano que antaño, hasta que de plano el negocio languidece.

Quizá lo peor radica en que todo se vuelve “normal” en el barrio: que a los locatarios en los mercados y comercios, sujetos encapuchados que los tienen colaborando bajo amenaza, les cobren “derecho de piso”; que los dealers lleven a cabo sus actividades abiertamente; que los voceadores cada vez con mayor frecuencia informen de asesinados, encajuelados, descabezados, cuerpos arrojados al basurero, tiroteos en sitios públicos.

En broma decimos que “ya no hay moral”, y reímos como para exorcizar, evitar que la violencia cotidiana nos alcance y lleve luto, angustia, ansiedad, temor, impotencia. Tocamos madera, apechugamos y a trabajar, que aún conservamos esa mala costumbre de comer.

Josué y Matías, gracias a las vacaciones escolares, completan su sueño sin preocuparse porque sonó el despertador, apúrate que se hace tarde y no llegas a la escuela… Itzchel y René también roncan.