Pasos sonideros: auténtico túnel del tiempo

 

Un mérito de Pasos sonideros: remitirnos al túnel del tiempo


La tarde refresca y amenaza lluvia de un jueves sobre la ciudad. Por el rumbo de Buenavista, el auditorio de la Biblioteca Vasconcelos, donde Jesús Cruzvillegas hace la sexta presentación de su libro, Pasos sonideros (Secretaría de Cultura/Proyecto Literal), en compañía del Sonido Divanny, que hace una demostración de su oficio, consistente –según Cruzvillegas– en poner música; que sea del género tropical (el maestro Froylán López Narváez no le perdonaría esto del “género tropical”); tener un nombre artístico; apropiarse de los valores sonideros: hablar y enviar saludos entre las canciones, tener un logotipo, y presentarse en representación de un barrio.

Un mérito de Pasos sonideros: remitirnos al túnel del tiempo y con Ernesto Rivera Barrón (Los sonideros en México) recordar que, “en un principio estos prestadores de servicios musicales (sonideros) contaban con una infraestructura muy precaria: un amplificador, una tornamesa, un bafle y una gran cantidad de discos de 78, 45 y 33 rpm que contenían los éxitos de todo tipo de música –la que hoy conocemos como música comercial– y que eran promovidos principalmente por la radio y las orquestas que se presentaban en los salones de baile que en ese tiempo marcaban las modas y tendencias, sobre todo las influencias cubanas.

Aunque ese equipo era muy precario, superaba por mucho a los equipos domésticos que podía poseer la clase media en esos años: un radio o una consola”. (Antropologia núm. 86, Boletín Oficial del INAH, mayo-agosto de 2009).

Ah, la nostalgia. Esa íntima tristeza faccionaria que dijo el poeta, y que remite al archivo personal: los bailes callejeros o tíbiris o guateques o tocadas, como en familia se les llama, surgieron por necesidad; usted sabe de los problemas de vivienda existentes en la Ciudad de México y su zona metropolitana. Usted consigue, por fin, un palomar donde vivir. Pero sabe que desde siempre, el ser humano tiene al baile como una de sus manifestaciones culturales de mayor arraigo.

Y en la vivienda no siempre es posible organizar la pachanga por el bautizo de la criatura; los 15 años de la chamaca; porque los chamacos salieron de sexto año y hay que hacerles una fiestecita aunque sea, antes que entren a chambear (si hallan dónde); por la boda de Ella con Él, que se anuncia a los vecinos con la herradura y la estrella de flores a la entrada de la vecindad…

Y como toda pachanga que se precie de serlo debe culminar con el gran baile de todos y para todos, pues nada mejor que la calle del barrio en que se vive. Acuden los vecinos, los amigos de la familia, los amigos de los amigos de la familia…

Tanta gente no cabe en la salita, aunque apilen las sillas del comedor y los sofás, que a gritos piden un tapicero. Entonces vamos con la música a otra parte, afuerita de la casa con todo y discos y consola y ahora sí: al son, guaracha, chachachá o mambo que me toquen, bailo.

Ya enfiestados, qué le hace que sea rock gruexo o discomiusic o jevimetal. El chiste es el baile donde se convida a la comunidad. ¿Que durante los 15 años llegan las desavenencias porque uno de los chambelanes ligó con la del cumpleaños, siendo que le traía ganas otro? Llega a suceder. Y se arman los moquetes, pero no faltan aquellos que meten paz, aliviánense, espérense a la hora del recreo y que siga el toca-toca con la música hasta que los pies no den para más y buenas noches, hasta mañana porque Juan Pestañas se va a jetear. Nos vemos a la partida del pastel o al molito recalentado.

Los tíbiris se exportaron gracias a los colonos que, expulsados del DF, encontraron en otro lado un rincón para vivir. De la Morelos, del Peñón de los Baños, Aragón, Atzacoalco, llevaron esta costumbre del baile callejero, y pegó.

Las calles para el tíbiri siempre estarán ubicadas allá donde las águilas se atreven, donde habitan los proletarios con ganas, los que se avientan ocho horas o más de jornada laboral y tienen ganas de mover el bote a ritmo sabrosón.

Por lo general, quienes participan en el tíbiri tábara son chavos, les sobra energía y qué mejor ocasión para quemarla que un baile con caché. Al conjuro de la música todo se convierte en movimiento, las greñas se agitan, pasito chévere, pasito perrón, suben y bajan los hombros de los hombres, las mujeres y lo que resulte, mientras la Sonora Dinamita nos dice: Maruja tú tienes que comprender, que yo no nací para una mujer…

Aún se recuerda a los sonideros de más tradición y prestigio: Cristalito Porfis, Sonido Casablanca, de Pepe Miranda; Sonido La Changa, de don Ramón Rojo; el Fascinación, Sonido El Rolas… No había bronca: de repente la música flotaba en el ambiente gélido, caluroso, con lluvia o en el terregal.

Y la flota iba cayendo, con ganas de tupirle duro al guarachazo o a los pasitos disco aprendidos en la tele o aquellos inventados entre todos los punks y rockers del barrio, que si no tenían la moneda necesaria para pagarse la entrada a la tocada, pedían un parito, cualquier corcholata o níquel o billetuco; lo que fuera para entrar y de volada: en busca de pareja para contribuir a eso de levantar polvo.