El informe

 

El ciudadano no se involucra. Manes de aquellos excesos, hoy sustituidos por otros


Hasta los años ochenta, el Informe presidencial era esperado con ansia por estudiantes y burócratas, pues era un día inhábil. Su contenido no importaba, su trascendencia consistía en agregar un día más de ocio al ya de suyo feriado septiembre. Al día siguiente no había nota capaz de competir las 8 columnas y el espacio electrónico a dicha efeméride. Las loas al mandatario no conocían límite, Enrique Loubet Jr., legendario periodista de aquel Excélsior, afirmaba que la edición del año respectivo podía ser una copia exacta de la del anterior, nadie se daría cuenta, pues los datos del estado de la administración no eran prioridad, lo importante era sumarse a la cauda del cometa del mandatario en turno.

Se daba cuenta detallada del menú del desayuno, de los trajes lucidos por su esposa e hijos, de detalles propios vueltos ritual en su sexenio, como la bendición de doña Cuquita y la sobada de panza a Ixchel, diosa maya de la fertilidad, por parte de López Portillo, o el discurso previo, tanto o más extenso que el Informe, de Echeverría. Era el día del Presidente, la cumbre de su sacrificio por la Patria, coronado por un desfile en carro descubierto, donde se le cubría de papel picado y recibía el agradecimiento, siempre espontáneo, del pueblo sencillo bendecido por su esfuerzo. El tiempo se llevó esos usos.

Muñoz Ledo introdujo el cuestionamiento durante la liturgia, sacrilegio impensado entonces, y De la Madrid vio irse, impotente, el endiosamiento del tlatoani.

Se hizo un favor, sin saberlo, a los mandatarios subsecuentes. Los libraron del cuestionamiento de una representación plural, no atada a la disciplina monolítica de aquel partido único. Hoy el tema es de auditorios seleccionados.

El ciudadano no se involucra. Manes de aquellos excesos, hoy sustituidos por otros.

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