“Rencor”

 

El rencor no conoce limites y puede estar presente, por años o por siempre, constituyendo un grave obstáculo para la restauración de una sana relación entre dos personas, y es tan férreo que se deriva en un rechazo, una ira y un odio que pueden no tener fin.


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El rencor, que es un sentimiento de hostilidad y de gran resentimiento hacia una persona o grupo a consecuencia de una ofensa o un daño recibido, no es cosa menor porque se trata de un sentimiento negativo que impacta gravemente, pues no se puede estar bien con un fuerte sentimiento de aversión enraizado en la mente y en el corazón.

El rencor no conoce limites y puede estar presente, por años o por siempre, constituyendo un grave obstáculo para la restauración de una sana relación entre dos personas, y es tan férreo que se deriva en un rechazo, una ira y un odio que pueden no tener fin.

En el rencor prevalece una memoria de la ofensa recibida que se traduce en una necesidad de revancha hacia el ofensor, con el deseo de dañarlo; una memoria que revive la ofensa, que impide su olvido y que provoca fantasías de venganza. El rencoroso, que se se piensa superior a los demás, es víctima de su propio rencor que le provoca malestar anímico y le daña su personalidad, estabilidad emocional, equilibrio afectivo y su capacidad de relación.

La Palabra de Dios previene y enseña la necesidad de guardarse de mantener rencor y la obligación de perdonar las ofensas recibidas. En el Antiguo Testamento, el libro del Eclesiástico establece: “Sea cual fuere su agravio, no guardes rencor al prójimo, y no hagas nada en un arrebato de violencia” y agrega: “Acuérdate de las postrimerías, y deja ya de odiar, recuerda la corrupción y la muerte, y sé fiel a los mandamientos. Recuerda los mandamientos, y no tengas rencor a tu prójimo, recuerda la alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa”. El libro de los proverbios enseña que “en la senda de la justicia está la vida; el camino de los rencorosos lleva a la muerte”. En el Nuevo Testamento, en el Evangelio se indica: “No juzguen, y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados. Perdonen, y serán perdonados”. “Si perdonan a los hombres las ofensas que cometen contra ustedes, también su Padre celestial les perdonará sus pecados”. San Pablo advierte: “Destierren toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y todo género de malicia. Al contrario, sean benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros, como Dios también los perdonó en Jesucristo” y añade: “Si alguno tiene queja contra otro: así como el Señor les ha perdonado, así lo han de hacer también ustedes”. En la primera carta de Pedro, Dios nos entrega una enseñanza doble y promete una recompensa: “No devuelvan mal por mal, ni maldición por maldición; antes al contrario, bendigan, porque a esto han sido llamados, a fin de que posean la herencia de la bendición celestial”.

La Iglesia enseña, a través del Catecismo, que el desbordamiento de la misericordia de Dios “no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos. Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre”, indica que el perdón que nos viene de Dios es tan amplio que “en el momento en que hacemos nuestra primera profesión de Fe, al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas” y establece: “No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero. Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que en su Iglesia estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado”.

Cristo es el mejor ejemplo para lograr perdonar, pues sabemos que además de perdonar, manifestó el efecto de su perdón cuando además de perdonar a los pecadores los volvió a integrar en la comunidad, los admitió a su mesa, y más aún, él mismo se sentó a su mesa, en un gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, cómo es el perdón de Dios.

La medicina contra el rencor es el perdón, como alentadoramente lo expresa Shakespeare en El Mercader de Venecia: “El perdón es una doble bendición que bendice al que lo concede y a quien lo recibe”.

 

 

Por: Roberto O’Farrill Corona