Sexo, droga y… ¿amor?

 

La sexualidad puede aparecer de las maneras más insospechadas


Cada día surgen más estudios que muestran que el llamado sexo sin compromiso no lo es tanto. No me refiero a que después de un acostón las personas involucradas tengan que contraer matrimonio, lo que digo es que poco a poco se ha evidenciado que mucha gente sí está consciente de que en este tipo de encuentros se está involucrando con otro ser humano, incluso de manera efímera, aunque no necesariamente.

Me explico. La moral y buenas costumbres de hace pocas generaciones –antes de la revolución sexual de los años sesenta– indicaban que el sexo casual era una práctica despreciable porque en ella solamente se utilizaba a la otra persona –la idea solía aplicarse a hombres utilizando mujeres–. Se consideraba que era un acto de mera satisfacción de una necesidad biológica.

Sólo unas décadas después, encontramos que, por ejemplo, los millennials ya ven perfectamente normal comenzar una relación de pareja estable con alguien con quien tuvieron sexo casual (al menos, eso han dicho en las encuestas). Y ya ni siquiera en el mundo gay, cuya liberación sexual fue signo de perversión y degradación para los guardianes de la moral, se han podido quedar al margen de involucrarse más allá de los momentos de intercambio de fluidos.

Se acaba de publicar un estudio etnográfico realizado en Francia, el cual se propuso estudiar los pensamientos y sentimientos de algunos de los practicantes de chemsex, es decir, esas maratones de sexo (gay) que involucra orgías y drogas durante más de un día. Los estupefacientes que circulan en esos eventos se usan para evitar el cansancio, el sueño y el hambre, y así poder seguir la fiesta.

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Según reporta el Grupo de Trabajo sobre Tratamientos del VIH, una agencia especializada de noticias, el estudio incluyó 25 entrevistas en profundidad a jóvenes entre 23 y 30 años de edad, 11 de los cuales, además de consumir sustancias ingeridas o inhaladas, también se inyectaban drogas durante las relaciones sexuales, una práctica llamada slamming. Esta última no es exclusiva de gays, pues también existe en prácticas de sexo hetero, aunque en estas se suelen reproducir ciertos roles de género, por ejemplo, la mujer es la segunda en recibir la droga y por lo regular es su compañero quien la inyecta. En ese caso, se ha documentado que “el uso compartido de la jeringuilla es visto como una señal de confianza y amor”.

Esto, amor y confianza, fueron dos elementos que muchas veces surgieron en las historias de los entrevistados mientras hacían chemsex. Varios de ellos comenzaron relaciones de pareja y otros incluso dejaron el slamming porque conocieron a parejas que usaban otro tipo de drogas (menos “duras”), y comenzaron tratamientos de desintoxicación.

En otro estudio con hombres gays de Holanda, los involucrados en el slamming habían reportado sentimientos de conexión y de comunidad mientras tenían este tipo de prácticas, y de hecho los señalaban como uno de los principales atractivos del chemsex.

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¿Qué nos dice todo esto? ¿Que corramos a tener sexo y consumir drogas? No. ¿Que los que consumen drogas son todos tiernos y, en el fondo, sólo buscan amor? Tampoco. Refleja que, muchas veces –más de las que se cree–, lo que está detrás de prácticas aparentemente retorcidas y malévolas es la necesidad de pertenecer, de conectarse. Lo que sugiere es que las estrategias de prevención de infecciones sexuales en personas con estos hábitos deben ser muy diferentes de las que se desarrollan, por ejemplo, con adolescentes; y que la sexualidad humana puede aparecer de las maneras más insospechadas. 

* Periodista especializada en salud sexual.

@RocioSanchez

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GG