La tiranía como enfermedad

 

Se necesitan líderes que busquen juegos de suma positiva


Dostoievski alertaba sobre la degeneración del carácter que produce el poder absoluto de los hombres y afirmaba que la tiranía es una costumbre que se vuelve a la larga una enfermedad. De allí la importancia de evitar la concentración ilimitada del poder en manos de un sólo hombre o de un reducido grupo de personas e impedir que la enfermedad ocasione estragos económicos, políticos y sociales que, a la postre, terminen destruyendo al Estado.

El extremo de la enfermedad es el embriagamiento de sangre y la imposibilidad real de detener la violencia que trae como consecuencia.

La arrogancia y la soberbia se convierten en el síntoma de hombres cuya enfermedad niegan y ocultan tras el velo de un discurso supuestamente benéfico para los destinos de la sociedad. El drama se acentúa ante la ausencia de poderes fácticos que atenúen y supriman la enfermedad padecida.

Que no nos sorprenda si con el correr de los días la violencia de los particulares se convierte cada vez más en una violencia de Estado y que la descomposición social crezca ante una enfermedad más aguda y la falta de médicos para corregirla.

Pareciera ser que el enfermo y los médicos –con una estrategia de silencio mediático– pretenden ignorar la existencia de la enfermedad. Sin embargo, son muchos los síntomas como para convencer a la sociedad de que no pasa nada. Los estudiantes, los maestros, los médicos, los campesinos, los empresarios y el ciudadano de a pie exigen atención a sus problemas. La respuesta no debe ser la represión y la cerrazón al diálogo. Pero un diálogo real y no simulado.

Se necesitan líderes que busquen juegos de suma positiva y no donde lo que unos ganan, los otros lo pierden. Se necesitan más soluciones y menos policías.

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