“El Bautismo de Jesús”

El Bautismo de Jesús nos mueve a considerar que el bautismo de todo cristiano, además de ser el ingreso formal a la comunidad de la Iglesia, esencialmente es el momento en que el Padre nos recibe como hijos suyos.
Roberto O’Farril Publicado el
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Por: Roberto O’Farrill Corona

La Navidad no termina el 26 de diciembre, es un tiempo litúrgico que se extiende por dos semanas hasta la festividad del Bautismo del Señor, que cada año se celebra luego de la Epifanía.

La Sagrada Escritura refiere que “por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán” (Mc 1,9). Es una narración inquietante porque sabemos que Jesús es libre de pecado, de culpa, y que no requiere de la conversión a la que el bautismo de Juan convoca, pero el texto nos ubica en una de las escenas más conmovedoras en la vida de Jesús al ver que se forma en la fila de los que serán bautizados para estar junto a los pecadores, con ellos y con nosotros, para caminar a nuestro lado, para alegrarse o para sufrir con nosotros; y lo hace no a pesar de nuestros pecados, sino con nuestros pecados, pues él no pierde la esperanza de nuestra conversión porque anhela la salvación de todos, de cada uno.

La vivencia que experimentó Jesús en ese momento alteró su vida enteramente pues sobrepasó toda revelación de Dios a hombre alguno: “En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,10-11), una teofanía que el Evangelio retrata con elementos teológicos, pues la expresión “los cielos se rasgaban” no se refiere tanto a un fenómeno cósmico, como a un suceso sobrenatural en el que los cielos se abren porque Dios habla. En el bautismo de Jesús, los cielos se vuelven a abrir o “se rasgan”, porque Dios hablará de manera plena a través de Jesús y en Jesús.

En el relato se encuentran elementos del Génesis, del momento de la Creación, porque el Padre, en su divino Hijo vuelve a crear, hace una re-creación del hombre, al que recrea en Jesús; elementos creacionales que son las aguas y el Espíritu de Dios que sobre ellas “aletea”, como lo narra el libro del Génesis (Cfr 1,2). El evangelio, por su parte, expresa que “el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él”. No con la forma de una paloma, sino “en forma de paloma”, tal como las palomas suelen aletear con fuerza al descender, resoplando sus alas entre el viento.

La voz procedente de los cielos es pronunciada en segunda persona de singular, de donde se infiere que la voz se dirigió solamente a Jesús, “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”, palabras que constituyen una experiencia única y personal del Señor en su bautismo confirmando la teofanía, pues es una revelación de la que únicamente él es recipendario, una experiencia que muestra que su bautismo significó para Jesús un vuelco en su vida, un cambio determinante de una actividad totalmente nueva, pues es a partir de esta experiencia que inicia su predicación, se trata de una experiencia viva de Dios que lo sella hondamente al recibir esa celestial revelación que le hace saber quién es él: “Tú eres mi Hijo”.

¿Conocía Jesús su origen divino? ¿Se lo reveló su madre? ¿Se lo dijo san José? ¿Cuándo fue que conoció su filiación divina? ¿Fue descubriendo gradualmente su identidad mesiánica? Sabemos de los relatos de la infancia y del Niño perdido y hallado en el templo (Cfr Lc 2,41-50), aunque es indudable que, al momento del bautismo, una nota vibrante de su espíritu lo lanza a la búsqueda de sí mismo como Hijo de Dios.

El Bautismo de Jesús nos mueve a considerar que el bautismo de todo cristiano, además de ser el ingreso formal a la comunidad de la Iglesia, esencialmente es el momento en que el Padre nos recibe como hijos suyos. En efecto, por el bautismo quedamos configurados en Cristo como hermanos suyos y en el Padre como hijos, pues Jesús nos ha ganado para Él, para que igualmente, en algún momento de nuestra historia nos reconozcamos como hijos que somos de Dios, cosa que cambia toda perspectiva de la vida cuando se escucha en el corazón la palabra del Padre que afirma: “tú eres mi hijo”. La vida se vive de distinta manera sabiéndose “hijo de Dios”, conociendo que Dios tiene un amor especial por cada hijo suyo y un plan para cada uno. Sucede entonces, como en Jesús, que en toda vida humana se presenta un giro que define la historia personal, con una diferencia: en tanto que todos somos hijos de Dios, Jesús es “el” Hijo de Dios.

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