No ti mexcondas

 

Centenario de Primo Levi Por Víctor Roura   El italiano Primo Levi dice en el libro Los hundidos y los salvados (Muchnik Editores, 2000), el último de su trilogía reflexiva sobre el nazismo, que sobre todo los jóvenes tendían a contar la historia del Holocausto de acuerdo a un ferviente “deseo de simplificación”: era evidente […]


Centenario de Primo Levi

Por Víctor Roura

 

El italiano Primo Levi dice en el libro Los hundidos y los salvados (Muchnik Editores, 2000), el último de su trilogía reflexiva sobre el nazismo, que sobre todo los jóvenes tendían a contar la historia del Holocausto de acuerdo a un ferviente “deseo de simplificación”: era evidente la tendencia, “y hasta la necesidad, de separar el bien del mal, de poder tomar partido, de repetir el gesto de Cristo en el Juicio Final: de este lado los justos y del otro los pecadores. Y a los jóvenes les gusta la claridad (los cortes definidos): como su experiencia del mundo es escasa, rechazan la ambigüedad”.

     El ingreso a los campos de concentración alemanes era “un choque por la sorpresa que suponía. El mundo en el que uno se veía precipitado era efectivamente terrible pero, además, indescifrable: no se ajustaba a ningún modelo, el enemigo estaba alrededor, pero dentro también, el ‘nosotros’ perdía sus límites, los contendientes no eran dos, no se distinguía una frontera sino muchas y confusas, tal vez innumerables, una entre cada uno y el otro. Se ingresaba creyendo, por lo menos, en la solidaridad de los compañeros en desventura, pero éstos, a quienes se consideraba aliados, salvo en casos excepcionales, no eran solidarios: se encontraba uno con incontables mónadas selladas, y entre ellas una lucha desesperada, oculta y continua. Esta revelación brusca, manifiesta desde las primeras horas de prisión (muchas veces de forma inmediata por la agresión concéntrica de quienes se esperaba fuesen los aliados futuros), era tan dura que podía derribar de un solo golpe la capacidad de resistencia. Para muchos fue mortal, indirecta y hasta directamente: es difícil defenderse de un ataque para el cual no se está preparado”.

Primo Levi se suicidó poco tiempo después de haber escrito Los hundidos y los salvados porque no pudo nunca recuperarse del horror alemán: se quitó la vida el 11 de abril de 1987 en su Turín natal, donde había nacido 67 años antes, el 31 de julio de 1919. Asombraba a Levi la maldad humana: “Las Escuadras Especiales estaban formadas, en su mayor parte, por judíos ―escribió―. Es verdad que esto no puede asombrarnos, ya que la finalidad principal de los Lager era destruir a los judíos, y que la población de Auschwitz, a partir de 1943, estaba constituida por judíos en un 90 o 95 por ciento; pero por otro lado uno se queda atónito ante este refinamiento de perfidia y de odio: tenían que ser los judíos los que metiesen en los hornos a los judíos, tenía que demostrarse que los judíos, esa subraza, esos seres infrahumanos, se prestaban a cualquier humillación, hasta la de destruirse a sí mismos”.

La piedad y la brutalidad pueden coexistir, aseguraba Levi, “en el mismo individuo y en el mismo momento, contra toda lógica; y, por otra parte, también la piedad escapa a la lógica. No hay proporción entre la piedad que experimentamos y la amplitud del dolor que suscita la piedad: una sola Ana Frank [asesinada hace 64 años, hubiese cumplido nueve décadas de vida el pasado 12 de junio] despierta más emoción que los millares que como ella sufrieron, pero cuya imagen ha quedado en la sombra. Tal vez deba de ser así; si pudiésemos y tuviésemos que experimentar los sufrimientos de todo el mundo no podríamos vivir”.

Primo Levi cuenta una estrujante e inconcebible anécdota: “En la cámara de gas acababan de ser amontonados y asesinados los integrantes de un convoy que acababa de llegar, y la Escuadra estaba llevando a cabo su horrendo trabajo cotidiano de desenredar la maraña de cadáveres, lavarlos con mangueras y transportarlos al crematorio, pero en el suelo se encontraron con una joven que aún vivía. Era un acontecimiento excepcional, único; tal vez los cuerpos hayan formado una barrera a su alrededor, hayan capturado un saco de aire que conservó el oxígeno. Los hombres estaban perplejos, la muerte era su trabajo cotidiano, la muerte era una costumbre, porque precisamente ‘o se enloquece uno el primer día o se acostumbra’, pero aquella mujer estaba viva. La esconden, la calientan, le llevan caldo de carne, la interrogan: la chica tiene dieciséis años, no puede orientarse ni en el espacio ni en el tiempo, no sabe dónde está, ha recorrido sin entender nada la hilera del tren sellado, la brutal selección preliminar, la expoliación, la entrada en la cámara de donde nadie ha salido nunca vivo”.

Un médico reanima a la muchacha. El gas no ha cumplido su cometido, la niña podrá sobrevivir. “En aquel momento llegó Muhsfeld, uno de los militantes de las SS adscrito a las fábricas mortales ―refiere Levi―; el médico lo llama aparte y le explica el caso; Muhsfeld duda, luego decide: la chica tiene que morir. Si fuese mayor el caso sería distinto, ella tendría una actitud más madura y tal vez se la podría convencer de que callase todo lo que le había sucedido, pero tiene sólo dieciséis años: no podemos fiarnos de ella. No la mata con sus propias manos, llama a un subordinado suyo para que la mate de un golpe en la nuca”.

     Pero también como Ana Frank, Levi apreciaba las cosas desde la perspectiva de la esperanza: “Este Muhsfeld no era un ser misericordioso; su ración cotidiana de matanzas estaba llena de episodios arbitrarios y caprichosos, marcada por sus inventos de refinada crueldad. Fue procesado en 1947, condenado a muerte y ahorcado en Cracovia. Fue una ejecución justa; pero ni siquiera él era un monolito. Si hubiera vivido en un ambiente y en una época distintos, es probable que se hubiera comportado como cualquier otro hombre normal”.

     Primo Levi concluye que sus esbirros no eran individuos retorcidos, mal nacidos, sádicos, marcados por un vicio de origen:

     “En lugar de ello, estaban hechos de nuestra misma pasta, eran seres humanos medios, medianamente inteligentes, medianamente malvados: salvo excepciones, no eran monstruos, tenían nuestro mismo rostro, pero habían sido mal educados. Eran, en su mayoría, gente gregaria y funcionarios vulgares y diligentes: algunos fanáticamente persuadidos por la palabra nazi, muchos indiferentes, o temerosos del castigo, o deseosos de hacer carrera, o demasiado obedientes”.

     Lo indudable era una cosa, tal como dejó escrito el filósofo austriaco Jean Améry, prisionero de la Gestapo: “Quien ha sido torturado, lo sigue estando. Quien ha sufrido el tormento no podrá ya encontrar lugar en el mundo, la maldición de la impotencia no se extingue jamás. La fe en la humanidad, tambaleante ya con la primera bofetada, demolida por la tortura luego, no se recupera jamás” … como el propio Primo Levi, quitándose la vida, pudo tristemente comprobar.

 

-Fin de nota-

 

NTX/VRP/DA