La higuera seca

La higuera seca
La higuera seca 

El Señor sabe intervenir en cada persona para sacarla de su egoísmo y acompañarla en el proceso del perdón para poner fin a envidias, rencores y odios. Dios, a su vez, perdona toda ofensa porque para Dios cada persona es una historia, y cada historia es un hijo suyo.


Ver y Creer |

Por Roberto O’Farrill Corona

“La higuera seca”

Luego de que Jesús entrara a Jerusalén el Domingo de Ramos, aclamado como el Mesías, con sus apóstoles, “al día siguiente, saliendo ellos de Betania, sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; acercándose a ella, no encontró más que hojas; es que no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!». Y sus discípulos oían esto” (Mc 11,12-14).

Al salir de la aldea, Jesús vio el horizonte recortado por la ciudad santa de Jerusalén, y sintió hambre en su alma cuando en su camino se detuvo para contemplar, frente a una higuera, el grandioso templo. Entonces pronunció una sentencia: ¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti! Los discípulos pensaron que le hablaba a la higuera, pero la sentencia la dirigió al templo y a la ciudad que le mataría, pues así como aquella higuera lucía un gran follaje, pero sin frutos, así el Templo aparentaba contener muchos frutos, pero todo en él era oropel. No era tiempo de higos, era el tiempo de proclamar la verdad.

Al día siguiente, los discípulos recibieron el significado de las palabras de Jesús en esa misma higuera, que sirvió como marco de la purificación del Templo que Jesús quiso emprender, al ver que todo aquel gran árbol estaba seco por completo, y Pedro lo hizo notar: “Al pasar muy de mañana, vieron la higuera, que estaba seca hasta la raíz. Pedro, recordándolo, le dice: «¡Rabbí, mira!, la higuera que maldijiste está seca». Jesús les respondió: «Tengan fe en Dios. Yo les aseguro que quien diga a este monte: ‘Quítate y arrójate al mar’ y no vacile en su corazón sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso les digo: todo cuanto pidan en la oración, crean que ya lo han recibido y lo obtendrán” (Mc 11, 20-24). El Señor quiso dejar esa higuera seca para entregar un signo visible de lo que le ocurriría a Israel. A la higuera se le acabó el tiempo de dar fruto, también a Israel. 

Al percibir Jesús en sus apóstoles el desaliento de todos los justos, les dijo que pusieran su fe en Dios y les explicó que la fe tiene un poder tan grande como arrojar un monte al mar. Al asegurarles «quien diga a este monte: ‘Quítate y arrójate al mar’», lo dijo en referencia al monte del templo, que estaba frente a ellos. Este monte sería sepultado en el mar, pues el templo de Jerusalén no tenía ya futuro, aunque sí el plan de Dios en la casa de oración para todas las gentes que sería establecida por Cristo. Como el desaliento de los apóstoles y de los creyentes se habría de resolver con la fe, en un renovado signo les indicó que a la fe la acompaña el poder de la oración, y les aseguró: todo cuanto pidan en la oración, crean que ya lo han recibido y lo obtendrán.

Estas palabras de Jesús jamás habían sido dichas por nadie de nuestro mundo. Son palabras que sólo se habían pronunciado por Dios y por sus ángeles en el Cielo. Únicamente quien es el Hijo de Dios puede hablar así, con la certeza de tal promesa y con la seguridad de que Dios sabe orientar y adecuar nuestros ruegos siempre para un mayor bien nuestro.

Por otra parte, ¿qué es más difícil, hacer que una montaña se arroje al mar o tirar al mar el rencor y la venganza? Si en la oración pedimos tal gracia, con la certeza de alcanzarla, la obtendremos para nosotros y para nuestro mundo. “Y cuando se pongan de pie para orar, perdonen, si tienen algo contra alguno, para que también su Padre, que está en los cielos, les perdone sus ofensas»” (Mc 11,25).

El acto de perdonar no debe ser ignorado ni olvidado, pues perdonar no es lo mismo que olvidar. Es difícil perdonar debido a un desproporcionado amor a sí mismo, que es el orgullo; pero Cristo, que es más grande que el orgullo, logra que se llegue a alcanzar la purificación interior. No perdonar, en cambio, provoca una espiral sin fondo en la que la ofensa induce al rencor, el rencor mueve al odio y el odio incita a la venganza.

El Señor sabe intervenir en cada persona para sacarla de su egoísmo y acompañarla en el proceso del perdón para poner fin a envidias, rencores y odios. Dios, a su vez, perdona toda ofensa porque para Dios cada persona es una historia, y cada historia es un hijo suyo.

RGH