Museo de la Lucha Libre Mexicana

 

El recinto alberga también el Museo del Coleccionista de Tijuana


Tijuana, BC.- Patadas voladoras, llaves (La Cruz del Diablo, La Rana, la de A Caballo), topes, resorteo en el encordado, planchas, espaldas planas, quebradoras: el surtido rico de acciones que conforman el maravilloso mundo de la lucha libre, en un sitio: el Museo de la Lucha Libre Mexicana (Mullme), ubicado en la Calle Séptima 8186, zona centro de la ciudad que es esquina del país, según afortunada frase del poeta Roberto Castillo Udiarte, quien fue homenajeado –por su trayectoria– en el Festival de Literatura en el Norte, que recién concluyó en el Centro Cultural Tijuana.

El recinto alberga también el Museo del Coleccionista de Tijuana y tiene como vecinos a inmuebles legendarios como el frontón Jai Alai, los cines Bujazán, Tonalá, Roble, todos cercanos a la mítica avenida Revolución. Más de 6 mil objetos conforman la colección, la cual cuenta con su área administrativa y estacionamiento, para en conjunto ocupar mil 200 metros cuadrados que el visitante recorre con avidez, sorpresa, risas, entretenido con las diversas facetas que brinda el panorama de la lucha libre mexicana, ese espectáculo donde el bien y el mal se enfrentan para arrancar al respetable público alaridos, pasiones, toma de posición ante la vida que aquí, en el ring, devela los misterios de la existencia.

El edificio de tres niveles fue en su origen el restaurante Le Chateu, en la década de los años 80, y los parroquianos abarrotaron el bar Nicaoh, en el área que hoy es estacionamiento y donde, desde 2015, se realizan exposiciones masivas, funciones de lucha libre y un tianguis de coleccionistas.

Máscaras, cabelleras, afiches, artesanías, muñecos de plástico, el ring en diversas manifestaciones y materiales, hacen que la imaginación vuele durante el recorrido por las diversas salas e inevitablemente recrea uno su infancia en los cines de barrio que ofrecieron función triple con películas de luchadores, donde Santo, “El enmascarado de Plata” se enfrentaba a la encarnación del mal que los diversos villanos representaron para solaz y esparcimiento de la chiquillada, que al concluir la función abandonaba la sala tirando patadas voladoras, derribando al adversario para enseguida aplicarle las mil y una llaves aprendidas durante la función.

La colección particular del museo, nos informa vía Internet el señor Zaurel León, la integran más de 6 mil artículos que uno quisiera para llenar de colorido y acción sus rincones predilectos: máscaras, cabelleras, figuras, tazas, alegorías de diversas arenas, locales y nacionales; carteleras, álbumes de lucha libre, la recreación de un vestidor, revistas, carteleras de cine relacionadas con la lucha libre, artículos promocionales, llaveros, envases y trofeos, entre otros muchos objetos derivados del arte del pancracio nacional y local.

Inevitable evadir el análisis que del mundo del catch, la lucha libre, publicó en 1957 el francés Roland Barthes, en su ya clásico libro Mitologías: “Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) encuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala. Se comprende que, a esta altura, no importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma.

Nadie le pide al catch más verdad que al teatro. En uno y en otro lo que se espera es la postración inteligible de situaciones morales que normalmente se mantienen secretas. Este vaciamiento de la interioridad en provecho de sus signos exteriores, este agotamiento del contenido por la forma, es el principio mismo del arte clásico triunfante. El catch es una pantomima inmediata, infinitamente más eficaz que la pantomima teatral, pues el gesto del luchador de catch no precisa de ninguna imaginación, de ningún decorado, de ninguna transferencia –dicho en una palabra– para parecer auténtico”.

¡Santo-Santo-Santo!, gritábamos niños alrededor del ring o a la salida del cine, luego de habernos recetado las tres de películas de luchadores en el día en el desaparecido cine piojito. Quebradoras, llaves, costalazos, inclementes piquetes en los ojos, rayones con corcholatas en la espalda, todo se valía para poner a los rudos de espaldas a la lona, para que el réferí le aplicara la cuenta y lo llevara a la ignominia: la derrota del mal.

El Museo de la Lucha Libre Mexicana cuenta con una zona interactiva donde los visitantes admiran las fotos y carteleras de la lucha libre regional, recopiladas y seleccionadas por un curador que sabe lo suyo y se aplica, para que además de informarse, el espectador disfrute la estética y evolución de los costalazos que tantos héroes nos ha dado para redimir a los buenos, que aún existen (aunque no parezca) en el reino de este inmundo mundo: Murciélago Velázquez, Rayo de Jalisco, Tinieblas, Pedro “El Perro” Aguayo, Villano, Ray Mendoza, Hijo del Perro Aguayo, “Gory” Guerrero, Rey Misterio, Dr. Wagner, Blue Demon y, cómo olvidarlo: Santo, “El enmascarado de Plata”, de México para el mundo, entre muchísimos otros.