Benditos agujeros de los clavos

 

San Ambrosio refiere que santa Elena hizo fundir uno de los clavos para hacer el freno del caballo de su hijo Constantino para darle protección divina en las batallas


Es posible que hayan sido cuatro los clavos de la crucifixión de nuestro Señor, aunque la impronta de la Sábana Santa evidencia que uno de sus pies estuvo sobre el otro, lo que hace probable que hayan sido tres.

En el año 326, cuando santa Elena encontró la Cruz al excavar el Monte Calvario, también encontró los clavos de la crucifixión junto con los clavos que sujetaron el Título de la Cruz, tal como narra san Ambrosio.

Santa Elena llevó los clavos a Roma, pero durante el trayecto se precipitó una tormenta borrascosa en el mar Adriático. Ella logró calmar la tormenta arrojando al mar uno de los clavos, conocido como Deponi, pero ese clavo no se perdió porque lo arrojó atado a una cuerda para recuperarlo. Este milagro es consignado así por san Gregorio de Tours: “La piadosa reina Elena, conmovida por tanto infortunio, mandó que se arrojase a las aguas uno de los clavos, confiando que la misericordia divina aplacara fácilmente la cruel agitación del oleaje”.

San Ambrosio refiere que santa Elena hizo fundir uno de los clavos para hacer el freno del caballo de su hijo Constantino para darle protección divina en las batallas. Este clavo es Il Bocardo. Otro, conocido como la Corona de Hierro de Lombardía, lo hizo incrustar en una diadema en la corona de Constantino.

Uno de los clavos, de nueve centímetros, se conserva en la basílica de la Santa Cruz, en Roma; el segundo clavo, Il Bocardo, se venera en la catedral de Milán; y el tercero, el de la Corona de Hierro, en la catedral de Monza, antigua capital de Lombardía, en Italia.

Los clavos coinciden en su forma de tallo piramidal con cabeza acampanada, su peso de 60 gramos, y su longitud, que según la beata Ana Catalina Emmerich, permitió que “sobresalieran por detrás de la cruz”.

La Sagrada Escritura no deja duda de los clavos cuando cita las palabras del apóstol Tomás, conocido por no haber creído en la Resurrección del Señor: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. Jesús le dijo: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”, y Tomás proclamó su fe reconociendo la divinidad de Jesús: “Señor mío y Dios mío”. Y el Señor le respondió “Porque me has visto has creído. Dichosos los que sin haber visto, crean” (Jn 20, 25- 29). Benditos sean, pues, los agujeros de aquellos clavos.